LECCIONES DE ESTÉTICA
G. W. F. HEGEL
CAPITULO PRIMERO
LA CONCEPCIÓN OBJETIV A DEL ARTE
Primera sección
DEFINICIONES GENERALES
l. LAS RELACIONES ENTRE LO BELLO ARTÍSTICO Y LO BELLO NATURAL
Esta obra está consagrada a la estética, esto es, a la filosofía, a La ciencia de lo bello, con mayor precisión, a lo bello artístico, al margen de lo bello natural. Para justificar esta exclusión podríamos decir, por una parte, que toda ciencia tiene derecho a trazarse los límites que quiera; mas, por otra, no es en virtud de una decisión arbitraria que la filosofía ha escogido por objeto sólo lo bello artístico.
Lo que nos inclinaría a hallar una especie de limitación arbitraria en la exclusión de lo bello natural, sería el hábito que poseemos en la vida corriente de hablar de un hermoso cielo, de un hermoso árbol, de un hombre hermoso, de una hermosa representación, de un hermoso color, etcétera. Nos resulta imposible aquí entregamos al examen de saber si hay razón en calificar de bellos a los objetos de la naturaleza, tales como el cielo, el sonido, el color, etcétera, si esos objetos merecen en general esta calificación y si, por consiguiente, lo bello natural debe ser ubicado en el mismo plano que lo bello artístico. Según esta opinión común, la belleza misma creada por el arte estaría muy por debajo de lo bello natural, y el mayor mérito del arte en sus creaciones consistiría en aproximarse a lo bello natural. Si en verdad fuera así, la estética, comprendida sólo como ciencia de lo bello artístico, dejaría fuera de su ámbito gran parte del dominio artístico. Mas, consecuentes con esta manera de ver, creemos poder afirmar que lo bello artístico es superior a lo bello natural porque es producto del espíritu. Por ser el espíritu superior a la naturaleza, su superioridad se comunica por igual a sus productos y por tanto al arte. Así, lo bello artístico es superior a lo bello natural. Todo lo que procede del espíritu es más elevado que lo que existe en la naturaleza. La idea más baja que atraviese el espíritu de un hombre supera y se eleva sobre el mayor producto de la naturaleza, esto ciertamente porque aquélla participa del espíritu y porque lo espiritual es superior a Io natural.
Al examinar de cerca el contenido de lo bello natural, el sol, por ejemplo, se comprueba que constituye un momento absoluto, esencial en la existencia, en la organización de la naturaleza, mientras que una mala idea es algo pasajero y fugitivo. Pero considerando de tal manera al sol desde el punto de vista de su necesidad y del papel necesario que desempeña en el conjunto de la naturaleza, perdemos de vista su belleza, realizamos, como quien dice, abstracción de él, a fin de no tomar en cuenta sino su existencia necesaria. Mas, como lo bello artístico es engendrado sólo por el espíritu, y así en tanto que producto del espíritu es superior a la naturaleza.
Es verdad que "superior" es un calificativo impreciso. En efecto, al expresar que lo bello artístico es superior a lo bello natural, es adecuado precisar de antemano qué entendemos por ello. El comparativo «superior" sólo indica una diferencia cuantitativa, que es tanto como decir que no significa nada. Aquello que se halla por encima de otra cosa no difiere de esta otra sino desde el punto de vista espacial, y puede, por lo demás, ser igual a ella. Por tanto la diferencia entre lo bello artístico y lo bello natural no representa una simple diferencia cuantitativa. Lo bello artístico funda su superioridad porque participa del espíritu y, por consiguiente, de la verdad, si bien lo que existe no existe sino en la medida en que debe su existencia a lo que le es superior y sólo es eso que es y sólo posee lo que posee merced a lo superior. Únicamente lo espiritual es verdadero. Lo que existe no existe sino en tanto es espiritualidad. Lo bello natural es, pues, un reflejo del espíritu. Sólo es bello en tanto participa del espíritu. Debe ser concebido como un modo incompleto del espíritu, como un modo contenido él mismo en el espíritu, como un modo carente de independencia y subordinado al espíritu.
El límite que imponemos, en consecuencia, a nuestra ciencia nada tiene de arbitrario. Lo bello producido por el espíritu es el objeto, creación del espíritu, y toda creación del espíritu es algo cuya dignidad es imposible negar.
Tenemos que examinar de cerca, dentro de nuestra ciencia, los nexos entre lo bello artístico y lo bello natural; en efecto, los vínculos entre el arte y la naturaleza representan un problema muy importante. Aquí me resulta suficiente descartar el reproche de arbitrario. No es bello sino lo que encuentra su expresión en el arte, como creación del espíritu; lo bello natural sólo merece ese nombre en la medida en que se vincula con el espíritu. Todo cuanto queríamos decir es que los nexos entre las dos variedades de lo bello no son las de simple vecindad.
Podemos, entonces, determinar el objeto de nuestro estudio diciendo que está formado por el reino de lo bello, más exactamente, por el dominio del arte. En cuanto se pretende examinar un objeto que hasta ahora sólo estaba representado, se lo advierte de súbito como sumergido en una atmósfera enturbiada y en una luz crepuscular; y sólo después de haberlo delimitado separándolo de otros dominios, comenzamos a descubrir lo que es. Así vamos a empezar aquí por ocuparnos de algunas representaciones que pueden darse en el curso de nuestro estudio.
Lo bello se presenta en todas las circunstancias de nuestra vida; es el genio benévolo que hallamos en todas partes. Simplemente si observamos a nuestro alrededor vemos dónde y cómo, bajo qué forma se nos presenta lo bello, y descubrimos que ya antes se vinculaba por lazos muy íntimos con la religión y la filosofía. Descubrimos particularmente que el hombre se ha servido siempre del arte como medio para tomar conciencia de las ideas y de los intereses más elevados de su espíritu. Los pueblos han depositado sus concepciones más caras en los productos del arte, las han expresado y han adquirido conciencia de ellas por medio del arte. La sabiduría y la religión se han concretado en formas creadas por el arte, el cual nos proporciona la clave merced a la que estamos en situación de comprender la sabiduría y la religión de muchos pueblos. En no pocas religiones el arte ha sido el único medio del que se ha servido la idea nacida en el espíritu para devenir objeto de representación. Este es el tema que nos proponemos someter a un examen científico o, más bien, filosófico-científico.
2. EL PUNTODE PARTIDA DE LA ESTÉTICA
El primer interrogante que se nos presenta es el siguiente: ¿Por dónde hemos de comenzar para abordar nuestra ciencia? ¿Qué es lo que va a servimos de introducción a semejante filosofía de lo bello? En efecto, es innecesario decir que es imposible abordar una ciencia sin estar preparado para ello, mas la preparación es particularmente indispensable cuando se trata de ciencias cuyo objeto es de orden espiritual.
Cualquiera sea el objeto de una ciencia y cualquiera la ciencia misma, dos puntos deben retener nuestra atención: en primer término, el hecho de que tal objeto dado existe; en segundo término, saber lo que es.
En las ciencias comunes, el primero de esos puntos no presenta dificultad alguna. Podría aun parecer ridículo exigir la demostración de la existencia del espacio, triángulos, cuadrados, etcétera, en geometría; del sol, de las estrellas, de los fenómenos magnéticos, etcétera, en física. En esas ciencias, que se ocupan de lo que existe en el mundo sensible, los objetos tienen su origen en la experiencia exterior y, en lugar de demostrarlos, se estima que basta mostrarlos. Sin embargo, ya en el seno mismo de las disciplinas no filosóficas pueden surgir dudas respecto de la existencia de sus objetos, por ejemplo, en psicología, en la doctrina del espíritu; es posible preguntarse especialmente si existe el alma, o el espíritu, es decir, entidades subjetivas, inmateriales; lo mismo que en teología se puede preguntar si Dios existe. Cuando los objetos son de naturaleza subjetiva, esto es, cuando sólo existen en el espíritu y no formando parte del mundo material sensible, sabemos que ellos no están en el espíritu sino en tanto que productos de su propia actividad. Pueden presentarse todavía diversas eventualidades: o la actividad del espíritu se traduce por la formación de representaciones e intuiciones internas, o ella ha permanecido estéril; en el primer caso, esos productos pueden también haber desaparecido o haberse transformado en representaciones puramente subjetivas, al contenido de las cuales es imposible atribuir -un ser-en-sí-y-para-sí. La realización de una o de otra de esas eventualidades no depende más que del azar. Así es, por ejemplo, que lo bello aparece frecuentemente en la representación, no como necesario en sí y para sí, sino como una fuente accidental de un simple acuerdo subjetivo. Ya con frecuencia nuestras intuiciones, observaciones y percepciones exteriores son engañosas y erróneas; con mayor razón lo mismo debe ocurrir en nuestras representaciones internas, en tanto ellas poseen la máxima vivacidad, al punto de arrastramos irresistiblemente hacia la pasión.
Esta duda que lleva sobre el interrogante de saber si un objeto de la representación y de la intuición internas existe o no existe, de una manera general, así como el azar que preside la formación de esta representación o intuición en la conciencia subjetiva y su correspondencia o no correspondencia con el objeto en su ser-en-sí-y-para-sí, despiertan justamente esa necesidad científica más elevada que exige que, a la vez que un objeto existe, su necesidad sea también demostrada.
Cuando esta demostración se realiza de manera verdaderamente científica, ella implica por eso mismo una respuesta a otra pregunta: la de saber qué es el objeto. Insistir aquí sobre este punto nos conduciría demasiado lejos; nos contentaremos, pues, con las siguientes observaciones.
Las ciencias filosóficas son las que tienen la mayor necesidad de una introducción; ya que en las otras ciencias se conoce tan bien el objeto como el método: así es como la ciencia natural tiene por objeto la planta o el animal; la geometría, el espacio.
El objeto de una ciencia natural es, en consecuencia algo dado, que no tiene necesidad de ser definida ni precisado. Lo mismo sucede con el método que es fijado de una vez para siempre y admitido por todos. Por el contrario, en las ciencias que se ocupan de las manifestaciones del espíritu, la necesidad de una introducción, de un prefacio, se torna indispensable. Ya se trate del derecho, de la virtud, de la moral, etcétera, así como de lo bello, el objeto no es de aquellos cuyas determinaciones sean firmemente establecidas y generalmente aceptadas; siempre habrá necesidad de someter ese tema un tratamiento especial. A la inversa, en la estética, por ejemplo, se presenta la exigencia de estudiar en seguida una tras otra las distintas concepciones de lo bello, examinar los diferentes puntos de vista y las diversas categorías que le han sido aplicadas, analizarlos y confrontarlos mediante el razonamiento con los hechos y los datos que poseemos, tratar de desentrañar de ellos el concepto y obtener así una definición de la bello. A tal efecto debemos utilizar las ideas que ya tenemos a fin de comprobar si el concepto que buscamos no se desprende solo de esta misma introducción.
Justifica esta manera de proceder el hecho de que, como lo hemos dicho, el tratamiento filosófico de un objeto nada tiene que ver con el razonamiento común, con sus silogismos, su sucesión de ideas, etcétera. Una ciencia filosófica debe dejar de lado los puntos de vista y los procedimientos adoptados en las otras ciencias, para elaborar ella misma su concepto, así como su justificación. Puede suceder en el curso del tratamiento filosófico de un tema que otras series de ideas, otras representaciones y concepciones lleguen allí a ocupar el primer lugar y reemplacen al método puramente filosófico; aun es menester que esas ideas, representaciones y concepciones encierren elementos de necesidad y no sean productos simplemente arbitrarios, accidentales, sin consistencia y sin porvenir. Cuando así sea podremos renunciar a comenzar por la representación exterior para abordar directamente la cosa misma. Mas sucede que toda ciencia particular, en cuanto se la encara como ciencia filosófica nos revela sus ataduras con una ciencia antecedente. Ella comienza por el concepto de un objeto determinado, por un concepto filosóficamente determinado, pero éste ya debe ser revelado como necesario. Lo que es supuesto debe ser de tal manera que se imponga por su necesidad. Filosóficamente no podemos invocar representaciones y tomar como punto de partida principios que no sean resultado de una elaboración antecedente. Los supuestos deben poseer una necesidad probada y demostrada. En filosofía no debe ser aceptado nada que no posea el carácter de necesidad, lo que equivale a decir que aquí todo debe tener el valor de un resultado.
La filosofía del arte forma un eslabón necesario en el conjunto de la filosofía. Enfocada desde este punto de vista no puede ser considerada más que a la luz del conjunto. Sólo así se puede demostrar y justificar su existencia, ya que demostrar algo es destacar su necesidad. No figura en nuestras intenciones realizar aquí esta demostración, esto es, reconstruir la formación de la filosofía a partir de su concepto. Todo cuanto queremos hacer es examinar el concepto de la filosofía del arte de manera comprensiva, como corresponde a toda ciencia filosófica tomada por separado. Sólo la filosofía en su conjunto nos da el conocimiento del universo como totalidad orgánica, totalidad que se desarrolla a partir de su concepto y que, sin perder nada de lo que constituye un conjunto, un todo, cuyas partes están vinculadas entre sí por la necesidad, se introduce en sí misma y en esta unión consigo misma, constituye un mundo de verdad. En la corona formada por esta necesidad científica, cada parte representa un círculo que vuelve sobre sí mismo sin dejar de tener con las otras partes relaciones de necesidad; también representa un más acá, de donde extrae su origen, como un más allá hacia donde se dirige nuevamente, engendrando en su fecundo seno nuevos elementos mediante los cuales enriquece el conocimiento científico. Así nuestro objetivo actual no consiste en precipitarnos en la demostración de la idea de lo bello deduciéndola como un resultado necesario de los supuestos previos de la ciencia en cuyo seno se ha formado, sino en seguir el desarrollo enciclopédico de la filosofía en su conjunto y el de sus disciplinas particulares. El concepto de lo bello y del arte, para nosotros, es un supuesto desprendido del sistema de la filosofía. Mas como nos es imposible examinar aquí este sistema y analizar sus nexos con el arte, todavía estamos lejos de tener frente de nosotros el concepto científico de lo bello, y debemos contentamos con conocer sus diferentes elementos y aspectos tales como se encuentran o han sido concebidos anteriormente en las diferentes representaciones de lo bello en el arte que forman parte de la conciencia común. Partiendo de esas representaciones aguardamos llegar a las concepciones más fundadas, lo cual nos permitirá forjamos en principio una idea general de nuestro objeto y obtener merced a un rápido análisis crítico, un conocimiento en la espera de determinaciones más elevadas, que nos ocuparán a continuación. De tal manera, nuestra última consideración introductoria será, al mismo tiempo, una introducción al examen de la cosa misma y una especie de medio de orientación hacia el objeto que nos interesa, y que en lo sucesivo requerirá toda nuestra atención.
Aquí, donde aislamos esta ciencia para sí misma, comenzamos de manera directa; no la consideramos como un resultado, puesto que no tomamos en cuenta los antecedentes. Por ello es que sólo tenemos en principio ante, nosotros una única representación, esto es, que existen obras de arte. Por su naturaleza, esta representación general sirve para proporcionamos un punto de partida más adecuado. En efecto, empezaremos, por formarnos una idea clara de esta representación y de los puntos de vista que precedentemente se vinculaban a ella. Esto nos habilitará para comprobar y justificar la representación general y mostrar, además, la relación que ella presenta tanto con el contenido como con el lado material del arte.
Tenemos aquí en el arte una manera de manifestación particular del espíritu. El arte es una forma particular en la cual se manifiesta el espíritu porque él puede, para realizarse, revestir otras formas. La manera particular en que el espíritu se manifiesta constituye esencialmente un resultado. La búsqueda del camino que sigue para investirse de esta forma y la demostración de la necesidad de ésta pertenecen al dominio de otra ciencia que se debe haber abordado previamente. Así resulta que la filosofía misma, cuando empieza algo no lo hace como si se tratara de un comienzo directo sino que muestra que se trata de algo derivado, demostrado; ella exige que se pruebe que el punto de vista adoptado ha sido impuesto por necesidad. La filosofía misma exige para el comienzo, para el concepto del arte, un antecedente, y que ese concepto sea un resultado demostrado, un punto necesario de llegada. En la ciencia, sea dicho al pasar, no hay comienzo absoluto. Con frecuencia se entiende por comienzo absoluto, un comienzo abstracto que no sería más que comienzo. Pero la filosofía por ser una totalidad tiene como tal un comienzo en todas partes. Sin embargo, ese comienzo es así, esencialmente, por todas partes un resultado. Es necesario concebir la filosofía como un círculo que retorna sobre sí mismo.
Mas al considerar que sólo enfocamos una parte de la filosofía, y no sus antecedentes, estamos muy obligados a precisar en esta introducción el punto de vista en el cual entendemos estar ubicados. Lo que podemos aceptar aquí como antecedente son las representaciones de nuestra conciencia y a ella vincularemos cuanto tengamos que decir para esclarecer nuestro punto de vista; vamos, pues, a comenzar por las representaciones que poseemos.
Mostraremos, por lo menos de modo general, en una primera introducción que la forma según la cual entendemos abordar nuestro tema sólo estaría justificada en razón de la oposición en que se encuentra con otras maneras de tratarlo. En segundo término, buscaremos en nuestras representaciones aquellos de sus elementos susceptibles de proporcionamos los materiales, las piedras para la construcción de nuestro concepto. Vale decir, que no dejaremos las representaciones en la misma forma en que las encontramos, sino que extraeremos de su contenido todo lo necesario y esencial para nuestro concepto filosófico. Por el contrario, son las otras partes de la filosofía las que constituirán la introducción verdaderamente científica. Expondremos primero nuestra forma de tratar el problema, para examinar Juego las determinaciones en relación con el contenido.
Lo dicho tiene por objeto mostrar cómo debe efectuarse una introducción a una ciencia filosófica. Ella no puede ser completa, pues en caso de serlo ya sería la otra parte, la parte del conjunto de la filosofía. Ahora bien, lo que aquí nos interesa es esta parte particular. Para esclarecer ese punto de vista debemos girar hacia las representaciones que, por el hecho de que se vinculan con nuestro tema, determinan el contenido posible de nuestro concepto.
Entonces expongamos ya la manera cómo entendemos que debe ser tratado nuestro problema. Si para abordar esta empresa buscamos cuáles son las representaciones relativas a lo bello que abriga nuestra mente, cuáles son las ideas que los hombres se forjan sobre el arte, encontraremos, en principio, ideas y representaciones que se oponen a la filosofía del arte y entorpecen su camino de dificultades.
Dos son estas representaciones.
3. OBJECIONES CONTRA LA IDEA DE UNA FILOSOFIA DEL ARTE
Una de las objeciones será extraída de la infinitud del dominio de lo bello, de la infinita variedad de lo que llamamos bello. La otra objeción es la que toma por pretexto el hecho de que al ser lo bello objeto de nuestra imaginación, de la intuición, del sentimiento, no podría ser objeto de una ciencia y no se prestaría a un tratamiento filosófico.
Digamos, además, que es justamente gracias al arte que podemos liberamos del reino turbulento, oscuro, crepuscular de los pensamientos, para recuperar nuestra libertad y elevamos hasta el reino sereno de las apariencias amables. Querer subordinar lo bello a las ideas se presentaría, pues, a primera vista como un designio contradictorio.
Ocupémonos, entonces, de estas primeras objeciones. En lo que respecta a la primera de ellas sabemos, en general, que los objetos bellos son de una variedad infinita; creaciones de la escultura, de la poesía, de la pintura, sin hablar de tantos otros. ¡Cada arte particular ya nos ofrece una cantidad infinita de formas, y numerosas son las formas producidas en cada arte por diferentes pueblos, en distintas épocas, etc.! ¿Qué no ha sido considerado bello en diversos pueblos, en cada una de sus épocas? ¡Qué diferencias entre todos esos innumerables objetos! ¿Y cómo clasificarlos? Esta variedad y esta multiplicidad que caracterizan las producciones del arte más que toda otra producción del espíritu, opondrían a la constitución de una ciencia de lo bello una dificultad insuperable. Parece que el arte fuera incapaz de prestarse a un estudio científico, ya que al ser un producto de la imaginación que dispone de toda la riqueza de la naturaleza, posee, por otra parte, el poder de crear formas que extrae de sí mismo. Es así, que toda ciencia es una ciencia de lo necesario, y no de lo accidental.
La forma de proceder habitualmente en las ciencias consiste en tomar como base ciertos objetos particulares, hechos, experiencias, fenómenos, etc., para deducir luego un concepto que sería, en el caso que nos ocupa, el concepto de lo bello y su teoría. Debemos, pues, convertirnos en maestros de formas particulares, clasificarlas en clases, deducir luego de ellas las reglas particulares válidas para cada género y que deben servir como recetas para la preparación y composición de obras de arte. Así podría constituirse una teoría del arte. No se trata aquí del problema de un examen inteligente, perspicaz, ingenioso de las obras de arte particulares; tratase de algo que ha dado resultados más instructivos, más fundamentales y perfectos, pero que en nada han contribuido a la constitución de la teoría en general. Los resultados obtenidos por ese tratamiento de objetos variados y múltiples del arte se han revelado como negativos y no pudo haber sido de otra manera.
Al continuar en esta línea es posible descubrir una regla a la cual poderse atener para juzgar lo que es bello y lo que no lo es. Dicho en otros términos, formular un criterio de lo bello. Sabemos que los gustos difieren hasta el infinito, de gustibus non disputandum: es, pues, imposible fijar reglas generales aplicables al arte. Cuando el resultado que así se obtiene se revela como negativo, cuando no obstante su negatividad, tiene un contenido afirmativo, ese contenido no puede ser más que abstracto, y superficial. En realidad, las determinaciones son de tal manera diversas y diferentes unas de otras que ninguna de ellas se revela como esencial y aplicable a todo lo que es bello. Siempre pueden descubrirse otras determinaciones, igualmente aplicables a lo bello, pero no a tal o cual belleza, no a la belleza que nos interesa. La determinación en absoluto general, que resta después de todas las eliminaciones es aquella según la cual el arte estaría destinado a despertar sensaciones agradables por la creación de formas con apariencias de vida. Nada tan impreciso como esta definición, y la expresión sensaciones agradables de golpe nos sorprende por su trivialidad. Hubo un tiempo en el que se trataba con preferencia sobre sensaciones agradables y de su nacimiento y desarrollo, época en que surgieron muchas teorías del arte. Particularmente durante la última fase de la filosofía wolfiana esta concepción, o más bien, esta categoría, dio lugar a numerosas discusiones, pero allí el contenido era demasiado reducido para que lograra desarrollarse. El nacimiento del término estética se remonta a la misma fecha. Baumgarten es quien ha dado el nombre de estética a la ciencia de esas sensaciones, a esa teoría de lo bello. Para nosotros, alemanes, tal término es familiar; los otros pueblos lo ignoran. Los franceses dicen théorie des arts o belleslettres; los ingleses la llaman crítica (critic). Los principios críticos de Home gozaron de gran popularidad en la época de la publicación de su obra. En verdad, el término estética no es en absoluto el que conviene. Se han propuesto otras denominaciones: "teoría de las bellas ciencias", "de las bellas artes", pero no se han sostenido, y con razón. Igualmente se ha empleado el término "kalIístico" [del griego kállistos, lo más bello], mas aquí se trata no de lo bello en general sino de lo bello, creación del arte. Nos atendremos, pues, al término Estética, no porque la palabra nos importe poco, pero sí porque ese término ha recibido carta de ciudadanía en el lenguaje corriente, lo que ya constituye un serio argumento en favor de su conservación.
Esta forma de razonamiento no va más allá de esos resultados por completo superficiales para el problema que nos interesa: el concepto de arte. Por otra parte, lo mismo ocurre en las otras ciencias. No por caracterizar una especie mediante una definición cualquiera negaremos al concepto de esta especie. Por ejemplo, para saber qué es un animal, ¿podemos formamos una idea de él según los animales que conocemos? De ninguna manera. Así, al definir al animal por su libre movilidad, por su poder de desplazamiento, etc., comprendemos al instante que la ostra y tantos otros animales no entran en esta definición; al definirla por su sensibilidad advertimos que la mimosa, que no es un animal, posee, sin embargo, sensibilidad. Toda vez que se quiera distinguir las especies y los géneros con ayuda de determinaciones aisladas, se tropezará con ejemplos que escapan a esas determinaciones. Nos equivocamos, por tanto, si pensamos que la ciencia siempre sigue este camino. Él está completamente cerrado para la filosofía.
La orientación de la filosofía se ha modificado de manera general, y la búsqueda filosófica se ha introducido en otras sendas. ¿Era necesario este cambio de sentido? No es esto lo que aquí vamos a examinar; esto forma parte del examen de la naturaleza del conocimiento filosófico y lo hemos realizado en nuestra Lógica. Sólo recordaremos aquí algunos hechos históricos o de orden semejante. No es lo particular lo que debe servir de base, ni las particularidades, los objetos, los fenómenos, etc., particulares sino la Idea. Por ella, por lo universal, es por donde debemos comenzar. En todas partes y, por tanto, también en nuestro dominio. Tenemos que empezar por la idea de lo bello. En las sedicentes teorías, por el contrario, se comienza por las particularidades para deducir de ellas el concepto, la universalidad. Aquí es la idea, en sí y para sí la que se presenta en primer término, no en tanto que idea derivada, deducida de objetos particulares Además, hablaremos de ese comienzo. De tal manera, acordamos plena significación a las palabras de Platón: "Debemos considerar, no los objetos particulares, calificados de bellos, sino lo Bello". Al comenzar por la idea, descartamos de raíz la dificultad, el obstáculo que podría creamos la gran variedad, la infinita multiplicidad de los objetos que llamamos bellos. Las oposiciones entre los objetos calificados como bellos no nos confunden más: estas oposiciones se descartan, se suprimen, al mismo tiempo que se deja de lado la cantidad, la masa de los objetos contradictorios. Comenzamos por lo bello como tal. Mas esta idea, que es una debe diferenciarse luego, particularizarse a partir de ella misma dando nacimiento a la variedad, a la multiplicidad, a las diferencias, a las múltiples y distintas formas y figuras del arte, pero que se presentan entonces como manifestaciones necesarias.
Con mayor apariencia de razón, podría objetarse que las bellas artes se prestan con justeza a la reflexión filosófica. Pero de ninguna manera pueden ser objeto de un estudio científico propiamente dicho. La belleza artística, en efecto, reside en los sentidos, en la sensación, en la intuición, en la imaginación, etc.; forma parte de un dominio distinto del pensamiento, y la comprensión de su actividad y de sus productos exige un órgano que difiere del pensamiento científico. Aquello de lo cual gozamos, además, en la belleza artística, es la libertad de las producciones y de la forma. Pareciera que por la creación y la contemplación de las obras de arte nos desprendiéramos de las trabas de las normas y de las reglamentaciones; al huir del rigor de las leyes y de la sombra interior del pensamiento, buscamos la calma y la acción vivificante de las obras de arte; cambiamos el reino de las sombras donde domina la idea contra la serena y robusta realidad. En fin, las obras de arte tendrían su fuente en la libre actividad de la imaginación, más libre que la de la naturaleza. El arte no tendría sólo a su disposición toda la riqueza de las formas naturales en sus apariencias infinitamente múltiples y variadas, sino que la imaginación creadora lo torna, por cierto capaz de exteriorizarse en intenciones en las cuales ella misma es una fuente inagotable. En presencia de esta inconmensurable plenitud de la imaginación y de sus productos, parece que el pensamiento no debiera tener coraje de citar al arte ante su tribunal para pronunciarse sobre sus obras y ordenarlas en los rubros generales.
Convengamos que la ciencia, no obstante, es la forma del pensamiento que se lanza a un trabajo de abstracción, partiendo de la masa de detalles particulares, lo que comporta, por una parte, la exclusión de la imaginación, con lo que su actividad tiene de accidental y de arbitrario, distinto de la exclusión del órgano de la actividad y del goce artístico. Por otra parte, hasta admitiendo que el arte vivifica la sequedad inerte y oscura del concepto, que concilia sus abstracciones con la realidad, que completa el concepto mismo mediante lo real, se nos dice, que puede tener otro efecto que despojar de toda eficacia a este medio de conciliación: suprimir y reducir el concepto a su simplicidad irreal y a su estado de sombra y de abstracción. Además, por su contenido, la ciencia se ocupa de lo que es necesario en sí. Ahora bien, si la estética deja de lado lo bello natural, resulta que nada ganamos por ese vínculo, sino que aun nos alejamos más de lo necesario. En efecto, ¿es que el término naturaleza ya no implica la idea de necesidad y de regularidad, es decir, de una actitud que parezca abrirse y prestarse más al estudio científico? Por el contrario, en el espíritu en general, pero sobre todo en la imaginación, inversamente a lo que ocurre en la naturaleza, son lo arbitrario y la anarquía los que reinan de manera absoluta y que tornan impropios para el estudio científico los productos de la imaginación, esto es, del arte.
En todos esos aspectos, por su origen más que por su contenido y su alcance, las bellas artes, lejos de mostrarse dignas de un esfuerzo científico, se revelarían, por el contrario, refractarias a toda reglamentación a través del pensamiento, y por tanto, a través de todo trato con la ciencia.
Estos argumentos y otros análogos que se exponen para probar la imposibilidad de un tratamiento verdaderamente científico de las bellas artes, se inspiran en representaciones, reflexiones y puntos de vista corrientes que podrán hallarse desarrollados en obras más antiguas, francesas, sobre todo, referidas a lo bello y a las bellas artes. Esas obras, es menester reconocerlo, contienen datos exactos de los razonamientos a los cuales nos entregamos a propósito de tales hechos; semejan por su naturaleza ser justos y plausibles. Citaremos, por ejemplo, el caso invocado por esos autores, respecto de la infinita variedad de formas que puede revestir lo bello, variedad ésta tan grande como la difusión de lo bello en general; si se quiere es posible deducir de este hecho la existencia de un instinto de lo bello en la naturaleza humana, y puede concluirse por añadidura que ya que las ideas que nos forjamos sobre lo bello presentan una variedad tan grande y al mismo tiempo tantas particularidades, no pueden existir allí ideas generales de lo bello y del gusto. Antes de abandonar estas consideraciones, para retornar al tema que nos interesa, vamos a tratar, a título puramente instructivo, una breve refutación de esas objeciones y de esas dudas.
Una segunda causa de obstáculos que puede surgir al abordar la filosofía del arte proviene de la ignorancia que nos hallamos respecto del criterio permanente para reconocer lo que es bello, así como de toda convicción u opinión directa, según la cual lo bello no vendría a depender de la filosofía. Dejemos, en principio, de lado la afirmación según la cual el saber, y por tanto la filosofía, deben tener su competencia limitada únicamente a lo que concierne a la intuición, a la sensación, al sentimiento. Por lo menos, es esto lo que se afirma y se acepta referido a la religión; en cuanto al arte se admite con preferencia que podemos entregamos a razonamientos y reflexiones. Se dice que el pensamiento procede de una manera lógica, científica, filosófica, pero lo bello y el arte son de una naturaleza tal que escapan al dominio de la filosofía. Lo bello aparecería bajo una forma que se encontraría justamente en oposición con la filosofía. El arte tendría por campo de acción la esfera de nuestros sentimientos y de nuestras intuiciones que estarían, por otra parte, bajo la dependencia de la imaginación y piénsase que así se dirigiría a todo otro dominio del espíritu distinto que la filosofía y vendría a despertar otro orden de pensamientos diferentes del pensar filosófico. Profésase la opinión según la cual la vida en general, y todo lo que en ella participa, comprendido en esto el arte, no pueden ser aprehendidos por el pensamiento. Parece que fuera justamente en el arte donde tratásemos de escapar del concepto, pues su objeto, pensamos, es incompatible con el pensamiento, con el concepto y se destruye lo que una obra tiene de específicamente artístico cuando se quiere introducir allí un pensamiento.
Sólo quisiéramos oponer unas palabras a propósito de la dificultad que plantea la posibilidad de reconocer una obra de arte. No es éste el lugar para insistir en los detalles.
En lo que respecta a la objeción, según la cual las obras de arte escaparían a la competencia del pensamiento científico, puesto que ellas tendrían su origen en la imaginación indisciplinada y en el sentimiento, y que al ser infinitamente variadas y múltiples a su vez sólo actuarían sobre la imaginación y el sentimiento, es una opinión que todavía hoy parece gozar de cierta autoridad. Esta manera de ver se relaciona con el parecer según el cual lo real en general, la vida de la naturaleza y el espíritu en particular, se encuentran deformados y hasta destruidos desde que se trata de aprehenderlos, que en lugar de acercárnoslos, el pensamiento conceptual no hace más que profundizar el abismo que nos separa mientras que el hombre, queriendo servirse del pensamiento como de un medio de agotar la vida y lo real, equivoca su rumbo y llega a un resultado opuesto. Es imposible someter aquí esta cuestión a un análisis detallado. Podemos tan sólo indicar el punto de vista en el que entendemos estar ubicados para descartar esta dificultad, imposibilidad o torpeza.
Si existe un hecho que puede discutirse es que el espíritu posee el poder de considerarse a sí mismo y que está dotado de una conciencia que lo torna capaz de pensarse a sí mismo y todo lo que de él surge. En efecto, el pensamiento constituye la naturaleza más íntima y esencial del espíritu. Por esta conciencia pensante que él tiene de sí mismo y de sus productos, cualquiera que sea apariencia de libertad y hasta de arbitrariedad que éstos puedan presentar, si el espíritu es verdaderamente inmanente, se comporta de acuerdo con su esencia y su naturaleza. Ahora bien, el arte y sus obras, en tanto que surgidos del espíritu y por él engendrados, ellos mismos son de naturaleza espiritual, en tanto que su representación afecte una apariencia sensible, si esta apariencia está penetrada de espíritu. Ya en esa relación el arte está más próximo al espíritu y su pensamiento que la naturaleza exterior, inanimada e inerte; el espíritu se vuelve a hallar a sí mismo en los productos del arte. Y en tanto que una obra de arte, en lugar de expresar pensamientos y conceptos, representa el desarrollo del concepto a partir de sí mismo, una alienación hacia afuera, el espíritu posee el poder no sólo de aprehenderse a sí mismo en la forma que le es propia y que es la del pensamiento, sino también de reconocerse como tal en su alienación en la forma del sentimiento y la sensibilidad, en definitiva, de aprehenderse en ese otro yo, y lo hace al transformar esta forma alienada en pensamiento y conduciéndolo de este modo a sí mismo. Al comportarse así respecto del otro que difiere de sí mismo, el espíritu, lejos de tornarse infiel a lo que en realidad es, lejos de borrarse y olvidarse o mostrarse incapaz de acoger aquello que se diferencia de él, aprehende lo opuesto y a él mismo y su opuesto. En efecto, el concepto es lo universal que subsiste en sus manifestaciones particulares, que se supera a sí mismo y a lo otro distinto de sí mismo, y así posee el poder y la actividad necesarios para suprimir la alienación que se ha impuesto. Es por ello que la obra de arte, en la cual el pensamiento se aliena a sí mismo, forma parte del dominio del pensamiento conceptual, y el espíritu al someterlo al examen científico no hace más que satisfacer la necesidad de su naturaleza más íntima. Por ser el pensamiento lo que constituye su esencia y su concepto, el espíritu sólo se satisface cuando ha penetrado de pensamiento todos los productos de su actividad y los ha tornado así verdaderamente suyos. Por otra parte, el arte, como lo veremos luego con mayor claridad, lejos de ser la forma más elevada del espíritu sólo recibe su verdadera consagración en la ciencia.
Puede agregarse a esto que nuestra época aporta nuevas razones que justifican la aplicación del punto de vista del pensamiento en el arte. Estas razones son consecuencias de los nexos que se han establecido entre el arte y nosotros, del nivel y de la forma de nuestra cultura. El arte no tiene ya para nosotros el alto destino que antes tuvo. Él ha devenido para nosotros objeto de representación y no tiene más esa inmediatez, esa plenitud vital, esa realidad que tenía en la época de su florecimiento, en los griegos. Puede deplorarse que la sublime belleza del arte griego o que el concepto, el contenido de esta bella época sean para nosotros algo desaparecido; puede explicárselo por el deterioro de las dificultades de la vida, deterioro también debido a la complejidad creciente de nuestra existencia social y política, y puede deplorarse que nuestra atención se halle absorbida por mezquinos intereses y puntos de vista utilitarios, lo que ha hecho perder al alma la serenidad y la libertad que son las únicas que permiten el goce desinteresado del arte. Toda nuestra cultura ha devenido tal, que está enteramente dominada por la regla general, por la ley. A estas determinaciones se ha dado el nombre de conceptos, y el concepto mismo ha devenido una determinación abstracta. Schiller ha dicho al respecto las palabras necesarias: todos cuentan por uno; triste es el poder que ejerce sobre ellos el concepto. Esto se ha convertido en hábito para nuestra inteligencia, casi una segunda naturaleza el definir lo particular según los principios generales: deber, principio, derecho, máxima, etc. El individuo está determinado según estas reglas y estos principios; hemos tomado el hábito de llevar nuestra reflexión sobre estos puntos de vista generales que consideramos como determinantes, hábito que sin duda no es producto de la vida artística. Lo que exigimos de una obra de arte, es que participe de la vida y demandamos del arte en general que no sea dominado por abstracciones tales como la ley, el derecho, la máxima, que la generalidad que allí se exprese no sea extraña al corazón, al sentimiento, que la imagen exista en la fantasía en forma concreta. Mas como nuestra cultura se caracteriza ciertamente por un exceso de vida y como nuestro espíritu y nuestra alma ya no pueden encontrar la satisfacción que procuran los objetos animados de un hálito vital puede decirse que no es ubicándonos en el punto de vista de la cultura, de nuestra cultura, como estaremos en condiciones de apreciar el arte en su justo valor, de darnos cuenta de su misión y de su dignidad.
El arte ya no procura para nuestras necesidades espirituales la satisfacción que otros pueblos en él han buscado y encontrado. Nuestras necesidades e intereses se han desplazado en la esfera de la representación y para satisfacerlos, debemos llamar en nuestra ayuda a la reflexión, los pensamientos, las abstracciones, las representaciones abstractas y generales. A partir de este hecho, el arte no ocupa más en la vida, en lo que tiene de verdaderamente vivo, el lugar que antes ocupaba, y las representaciones generales y las reflexiones son las que han obtenido ventaja. Por eso en nuestros días estamos inclinados a entregamos a las reflexiones y pensamientos sobre arte. Y el arte mismo, tal como es actualmente, sólo está hecho para devenir objeto de pensamientos.
Pero se pretende todavía que el arte no es digno de tratamiento filosófico. Se nos ha dicho que es un genio amigo. Adorna nuestros ambientes exteriores e interiores suavizando lo serio de las circunstancias, atenuando con ello lo complejo de la realidad, encantando agradablemente nuestros ocios y hasta cuando no produce nada bueno, toma por lo menos el lugar del mal para nuestro mayor beneficio y provecho. Mas si es verdad que el arte interviene en todo, desde los groseros ornamentos del salvaje, hasta en la magnificencia de los templos ornados de todas las riquezas imaginables, no es menos cierto que esas formas sólo mantienen relaciones muy lejanas con los verdaderos fines de la vida, que les son exteriores y extraños; y si bien esos productos del arte no se muestran perjudiciales a los designios serios y hasta parecen, contrariamente, por la abstracción del mal, favorecerlos, ellos no dejan de ser medios de solaz, de descanso para el espíritu, mientras que los intereses sustanciales de la vida exigen un esfuerzo de tensión y de concentración espiritual. Por ello pretender abordar con seriedad científica aquello que por su naturaleza se halla desprovisto de seriedad puede parecer una prueba de pedantería. De todas maneras, según esta concepción, el arte aparece como algo superfluo y es más bien por una feliz casualidad que al afirmar los sentimientos, esta preocupación y este amor por la belleza no terminen por debilitarlos. Por tales razones frecuentemente nos hemos visto obligados a asumir la defensa de las bellas artes, declarando que aunque se admita que sean un lujo, sin embargo no son del todo extrañas a las necesidades de la vida práctica y no tienen nada incompatible con la moral y la piedad y hasta ese lujo del espíritu -si es que existe- presenta mayores ventajas que desventajas. Si vamos más lejos todavía, se ha atribuido al arte mismo importantes objetivos, haciéndole representar un papel de mediación entre la razón y la sensibilidad, entre las tendencias y los deberes y se lo ha recomendado como susceptible de devenir agente de conciliación en la lucha que se entabla entre esos dos elementos opuestos. Sin embargo, podemos estar seguros de antemano que nada podrán ganar ni la razón ni el deber en este intento de conciliación a través del arte, simplemente porque ambos son refractarios a toda mezcla y jamás se prestarán a semejante transacción, pues razón y deber son por igual celosos de su pureza y nunca renunciarán a ella. Y por otra parte, aun aceptando esta misión del arte no se lo torna por ello más digno de tratamiento científico puesto que se lo haría servir a dos fines: unos serios y elevados, por una parte, otros estímulo de la frivolidad y la ociosidad, por otra. En lugar de ser el arte un fin en sí, descendería al rango de simple medio.
Podría actualizarse otro argumento en contra de la posibilidad de un tratamiento científico del arte. Se dice que el arte es el reino de la apariencia, de la ilusión, y lo que llamamos bello también podría ser calificado de aparente e ilusorio. Ahora bien, los verdaderos fines dignos de ser perseguidos, no podrían ser realizados por la apariencia y la ilusión; los fines verdaderos y serios deben corresponder a medios igualmente fundados en lo verdadero y lo serio. El medio debe estar en relación con la dignidad del fin y los verdaderos intereses del espíritu sólo pueden ser considerados por la ciencia en relación con lo que posean de verdad, tanto en sus nexos con la realidad exterior como en la representación humana.
Nada más exacto: el arte crea apariencias y vive de apariencias y si se considerara la apariencia como algo que no debe ser, puede decirse que el arte no tiene más que una existencia ilusoria y que sus creaciones no son sino meras ilusiones.
Sin embargo, en el fondo, ¿qué es la apariencia? ¿Cuáles son sus relaciones con la esencia? No olvidemos que toda esencia, toda verdad, para no permanecer como abstracción pura debe aparecer. Lo divino debe ser uno, tener una existencia que difiera de lo que llamamos apariencia. Pero la apariencia en sí está lejos de ser algo inesencial; por el contrario, constituye un momento esencial de la esencia. La verdad existe por sí misma en el espíritu, aparece en sí misma y allí está para los otros. Puede haber entonces diversas clases de apariencia; la diferencia conduce hacia el contenido de lo que aparece. Por tanto, si el arte es apariencia, posee una apariencia que le es propia, mas no una apariencia a secas.
Hemos dicho que esta apariencia propia del arte puede considerarse engañosa en comparación con el mundo exterior, tal como lo vemos desde nuestro punto de vista utilitario, o en comparación con nuestro mundo sensible e interno. No llamamos ilusorios a los objetos del mundo exterior ni a lo que reside en nuestro mundo interno, en nuestra conciencia. Nada nos impide decir que, comparada con esta realidad, la apariencia del arte es ilusoria; pero con igual razón puede decirse que lo que llamamos realidad es una ilusión más fuerte, una apariencia más engañosa que la apariencia del arte. En la vida empírica y en la de las sensaciones, llamamos realidad, y la consideramos como tal, al conjunto de objetos exteriores y a las sensaciones que nos proporcionan. Y sin embargo, todo ese conjunto de objetos y de sensaciones no es un mundo de verdad, sino un mundo de ilusiones. Sabemos que la verdadera realidad está más allá de la sensación inmediata y de los objetos que percibimos directamente. Es más bien a un mundo exterior con apariencia de arte al que se aplica el calificativo de ilusorio.
En efecto, sólo es real en verdad lo que existe en sí y para sí, lo que forma la naturaleza y el espíritu, lo que aun existiendo en el tiempo y en el espacio, no deja de existir en sí y para sí con una existencia verdadera y real. El arte nos descubre perspectivas sobre las manifestaciones de esas potencias universales que nos las torna evidentes y sensibles. Igualmente la esencialidad se expresa en los mundos exterior e interior, tales como nos los revela nuestra experiencia diaria, mas lo hace de manera caótica en forma de casualidades y accidentes; ella aparece deformada por la inmediatez del elemento sensible, por lo arbitrario de las situaciones, acontecimientos,
Caracteres, etc. El arte ahonda un abismo entre la apariencia y la ilusión de este mundo desagradable y perecedero, por una parte, y el contenido verdadero de los acontecimientos, por la otra, para investir estos acontecimientos y fenómenos con una realidad superior, nacida del espíritu. Así, una vez más, lejos de estar en relación con la realidad común -simples apariencias e ilusiones- las manifestaciones del arte poseen una realidad mayor y una existencia más verdadera.
Verdad es que comparado con el pensamiento, el arte bien puede ser considerado como poseyendo una existencia constituida de apariencias (volveremos sobre este punto más adelante); en todo caso como si por su forma fuera inferior a la del pensamiento. El arte, empero, presenta sobre la realidad exterior la misma superioridad que el pensamiento: lo que buscamos tanto en el arte como en el pensamiento es la verdad. En su propia apariencia el arte nos deja entrever algo que supera la apariencia: el pensamiento; en tanto que el mundo sensible y directo, lejos de ser la revelación implícita de un pensamiento, disimula a éste bajo un haz de impurezas para quedar él mismo en relieve, para hacer creer que él solo representa lo real y lo verdadero. Él se ingenia para tornar inaccesible lo interior escondiéndolo bajo lo externo, es decir, bajo la forma. Por el contrario, el arte en todas sus representaciones, nos ubica en presencia de un principio superior. El espíritu tiene gran dificultad para reencontrarse y reconocerse en lo que llamamos naturaleza, mundo exterior.
Resulta de todas estas observaciones sobre la naturaleza de lo bello que si el arte puede ser tratado como apariencia, su apariencia es de naturaleza enteramente particular. Es aparente a su manera, la que nada tiene en común con la significación que concedemos a la apariencia en general.
Después de la objeción que se extrae del carácter sedicentemente aparente, ilusorio del arte y de sus creaciones, continúa la que niega al arte la posibilidad de devenir objeto de estudio científico, aunque admite que bien puede dar lugar a consideraciones puramente filosóficas. Esta objeción se basa en una falsa premisa, que consiste en negar a las consideraciones filosóficas todo carácter científico. Me limitaré a decir aquí sobre este punto que cualesquiera sean las ideas que se profesen sobre la filosofía y la reflexión filosófica, considero a ésta inseparable de la reflexión científica. En efecto, el papel de la filosofía consiste en enfocar un objeto según su necesidad; no según su necesidad subjetiva o según su orden, su clasificación, etc., exteriores, sino según su necesidad tal como se desprende de su naturaleza y que incumbe a la filosofía demostrar y poner de relieve. Por otra parte, es este estudio el que confiere carácter científico a esta demostración. Mas, al considerar que la necesidad objetiva de un objeto reside en su naturaleza lógico metafísica, se puede y hasta se debe en las consideraciones sobre el arte (que se funda en una cantidad de premisas, ya sea en relación con su contenido, ya con su materia y los elementos por los cuales el arte roza constantemente con lo accidental), renunciar al rigor científico y no aplicar el punto de vista de la necesidad sino al desarrollo interno de su contenido y de sus medios de expresión. La filosofía, en efecto, sólo conoce las cosas por su necesidad interna, únicamente por su desenvolvimiento necesario a partir de ellas mismas. Y en eso consiste el carácter de la ciencia en general.
Todavía puede dudarse que el arte sea digno de convertirse en objeto de estudio científico, presentándolo como un juego evanescente al servicio de nuestros placeres y distracciones, destinado a adornar nuestro ambiente exterior y los objetos que lo complementan y a destacar por la ornamentación y la decoración, otros objetos. Si así se comprende el arte, por consiguiente, no sería ni libre ni independiente. Ahora bien, lo que nos interesa, lo que impulsa nuestras consideraciones es justamente el arte libre. Bien puede servir de medio en favor de fines que le son exteriores, o un juego al cual nos entregamos como al pasar. Mas él tiene en común con el pensamiento, que por una parte se basta a sí mismo, y por la otra, puede servir de medio para objetivos de los cuales el pensamiento permanece por completo ausente, estar al servicio de lo accidental y de lo transitorio. Sin embargo cuando nuestro interés recae sobre el pensamiento, lo encaramos en su independencia y lo mismo debemos hacer cuando se trata del arte.
El destino más elevado del arte es aquel que resulta común a la religión y a la filosofía. Como éstas es una formar de expresión de lo divino, de las necesidades y exigencias más elevadas del espíritu. Ya lo hemos expresado: los pueblos han depositado en el arte sus mayores y este constituye para nosotros con frecuencia el único medio de comprender la religi6n de un pueblo. Pero se diferencia de la religión y de la filosofía por el hecho de que posee el poder de dar unas representaciones sensibles de sus ideas más elevadas que permite que ellos sean más fáciles de dominar. El pensamiento penetra en las profundidades de un mundo suprasensible que él opone como un más allá a la conciencia inmediata y a la sensación directa; busca satisfacer su deseo de conocer con absoluta libertad, elevándose por encima del más acá representado por la realidad finita. Mas a esta ruptura que se opera en el espíritu le sigue una conciliación igualmente realizada por el espíritu; él crea por sí mismo las obras de las bellas artes que constituyen el primer eslabón intermedio destinado a reunir lo exterior, lo sensible y lo perecedero con el pensamiento puro para conciliar la naturaleza y la realidad finita con la libertad infinita del pensamiento comprehensivo.
Además, digamos a este respecto que si el arte sirve para tornar al espíritu consciente de sus intereses, está lejos de ser el modo más sutil de expresión de la verdad. Así se creyó durante largo tiempo y aún se lo cree, mas hay aquí un error al cual hemos de volver. Por el momento contentémonos con recordar que por su propio contenido, el arte tropieza con ciertas limitaciones, que actúa sobre una materia sensible, de manera que no puede tener por contenido más que cierto grado espiritual de la verdad. La idea posee, en efecto, una existencia más profunda que no se presta ya a la expresión sensible: es el contenido de nuestra religión y nuestra cultura. Aquí el arte reviste otro aspecto que el que ha tenido en épocas anteriores. Y esta idea más profunda, cuyo extremo está representado por el cristianismo, escapa totalmente a la expresión sensible. Ella no tiene nada en común con el mundo sensible y no guarda, con él relaciones de amistad. En la jerarquía de los medios que convienen para expresar lo absoluto, la religión y la cultura surgida de la razón ocupan el más alto lugar muy superior al del arte.
La obra de arte es, pues, incapaz de satisfacer nuestra última necesidad de Absoluto. En el presente ya no se venera una obra de arte, y nuestra actitud respecto de las creaciones del arte es mucho más fría y reflexiva. En su presencia nos sentimos mucho más libres que en el pasado, cuando las obras de arte eran la expresión más elevada de la Idea. La obra de arte solicita nuestro juicio: sometemos su contenido y la exactitud de su representación a un examen reflexivo. Respetamos el arte, lo admiramos; solamente que no vemos en él algo que no pudiera ser superado, la manifestación íntima de lo Absoluto; lo sometemos al análisis de nuestro pensamiento, no con intención de provocar la creación de nuevas obras de arte sino más bien con el objeto de reconocer la función del arte en su lugar dentro del conjunto de nuestra vida.
Los hermosos días del arte griego y la edad de oro de la Edad Media madura han quedado atrás. Las condiciones generales del tiempo presente no son nada favorables al arte. El propio artista no sólo está desorientado y contaminado por las reflexiones que oye formular cada vez con más fuerza a su alrededor, por las opiniones y juicios corrientes sobre el arte, sino que toda nuestra cultura espiritual es tal, que aun con voluntad y decisión le resulta imposible sustraerse del mundo que se agita en torno de él y de las condiciones a las que se encuentra sujeto, a menos que rehaga su educación y se retire a su mundo de soledad en donde pueda reencontrar su paraíso perdido.
A través de todos esos vínculos el arte se ha convertido, para nosotros, en cuanto a su supremo destino, en una cosa del pasado. Por ello ha perdido lo que tenía de auténticamente verdadero y viviente, su realidad y su necesidad de otra época, y ahora se halla relegado en nuestras representaciones. Lo que una obra de arte provoca actualmente en nosotros es, a la vez, un goce directo, un juicio que lleva tanto al contenido como a los medios de expresión y al grado de adecuación de la expresión con el contenido.
Sección segunda
IDEAS GENERALES SOBRE LA NATURALEZA DEL ARTE
1. IMITACIÓN DE LA NATURALEZA
Hasta aquí hemos hablado sólo de las concepciones generales del arte. Ahora nos vamos a ocupar de las determinaciones en relación con el contenido del arte. También tendremos en cuenta diversas concepciones sobre este tópico.
Según una de ellas, el arte debe circunscribirse a la imitación de la naturaleza, de la naturaleza en general, interior y exterior. Es un viejo precepto que dice que el arte debe imitar a la naturaleza; se lo encuentra ya en Aristóteles. En cuanto a la reflexión, todavía se hallaba en sus comienzos, y era posible contentarse con una idea parecida; ella siempre contiene algo que se justifica con buenas razones y que se nos revelará como uno de los momentos de la idea que tendrá un lugar en su desarrollo, como tantos otros momentos.
Según esta concepción, el fin esencial del arte consistiría en la imitación, dicho de otro modo, en la hábil reproducción de objetos tales como existen en la naturaleza y la necesidad de semejante reproducción hecha de conformidad con la naturaleza sería una fuente de placer. Esta definición asigna al arte un fin puramente formal como el de realizar por segunda vez, con los medios de que dispone el hombre, aquello que existe en el mundo exterior y tal como allí existe. Mas esta repetición puede presentarse como una ocupación ociosa y superflua, pues ¿qué necesidad tenemos de volver a ver en los cuadros o en escena animales, paisajes o acontecimientos humanos que ya conocemos por haberlos visto o por verlos en nuestros jardines, en nuestros interiores o, en ciertos casos, por haber oído hablar de ellos a personas de nuestro conocimiento? Además, puede decirse que esos esfuerzos inútiles se reducen a un juego presuntuoso cuyos resultados permanecen siempre inferiores a lo que nos ofrece la naturaleza. Es que el arte limitado a sus medios de expresión no puede producir más que ilusiones unilaterales, ofrecer la apariencia de la realidad a uno solo de nuestros sentidos y, en efecto, puesto que no va más allá de la simple imitación, es incapaz de damos la impresión de una realidad viviente o de una vida real: todo lo que puede ofrecemos es una caricatura de la vida.
¿Qué fin persigue el hombre al imitar a la naturaleza? El de probarse a sí mismo, mostrar su habilidad y regocijarse de haber fabricado algo que parece natural. El interrogante de saber si y cómo su producto puede conservarse y transmitirse a épocas venideras o hacerlo conocer por otros pueblos y en otros países no le interesa. Por sobre todo le satisface haber creado un artificio, haber demostrado su habilidad y haber advertido de cuánto era capaz; se regodea en su obra, le complace su trabajo a través del cual ha imitado a Dios, dispensador de felicidad y demiurgo. Sin embargo, esta alegría y esta admiración por sí mismo no demora en convertirse en hastío y descontento, y más pronto acontece cuanto mejor es la imitación y más fielmente reproduce el modelo natural. Existen retratos de los que se ha dicho, con sobrada ironía, que se parecen hasta la náusea. De manera general, la alegría que procura una imitación bien lograda sólo puede ser una alegría muy relativa, pues el contenido, la materia en la imitación de la naturaleza son datos que apenas hay que tomarse el trabajo de utilizar. El hombre debiera experimentar una alegría mayor produciendo algo que le sea propio, algo que le sea particular, de lo cual pueda decir que es suyo, Cualquier invención técnica, un barco, por ejemplo, o más particularmente, un instrumento científico, debe procurarle más alegría porque es su propia obra, no una imitación. El más modesto instrumento técnico posee un valor mayor a sus ojos; puede estar orgulloso de haber inventado el martillo, porque son invenciones originales y no imitaciones. Mejor demuestra el hombre su habilidad en los productos que surgen del espíritu, que si imita a la naturaleza. No obstante, puede entablar lucha con la naturaleza. En esto se piensa al decir que los productos de la naturaleza son superiores a los del espíritu. En efecto, se dice que éstos son obras divinas, Pero Dios es Espíritu y se lo reconoce mejor en el Espíritu que en la Naturaleza. Entrar a rivalizar con la Naturaleza es lanzarse a un artificio sin valor. Un hombre se vanagloriaba de poder tirar lentejas a través de un tubo. Alejandro, ante el cual ejecutó su proeza, le hizo ofrecer una buena cantidad de lentejas; y con razón, ya que este hombre había adquirido una destreza no sólo inútil, sino desprovista de toda significación. Puede decirse otro tanto de cualquier otra habilidad de la que se haga gala en la imitación de la naturaleza. Así es que Zeuxis pintaba uvas, que tenían una apariencia tan natural que las palomas se equivocaban e iban a picoteadas, y Parrasio pintó un cortinado que confundió a un hombre: al mismo Zeuxis. Conocemos muchas de estas historias de ilusiones creadas por el arte. Se habla en esos casos del triunfo del arte. Blumenbach cuenta la historia de un viejo camarada de cuarto de Linneo, llamado Büttner, quien gastaba todo su dinero en libros, y un día se procuró los Insektenbelustigungen de Rösel, con grabados en colores sobre cobre, los más bellos que jamás hubiera visto. (Consiguió también colecciones análogas referentes a las ranas). Puesto que el ejemplar que poseía Büttner no estaba encuadernado, no se admiró mucho al sorprender cierto día a un mono empeñado en morder una hoja en la que aparecía pintado un abejorro. La satisfacción que experimentó con esta escena del mono engañado por una imagen lo consoló de haber perdido el grabado. En presencia de estos ejemplos, y de otros de la misma naturaleza, deberíamos comprender, por lo menos, que en lugar de alabar las obras de arte, porque han logrado engañar a los pájaros y a los monos, más valiera vituperar a los que creen exaltar el valor de una obra de arte poniendo de relieve esas triviales curiosidades y viendo en ellas la más alta expresión del arte. Puede decirse, de manera general, que al querer rivalizar con la naturaleza mediante la imitación, el arte siempre permanecerá por debajo de la naturaleza y podrá ser comparado con un gusano que hace esfuerzos por igualar a un elefante. Existen hombres que saben imitar el gorjeo de un ruiseñor, y Kant ha dicho a este respecto que desde que advertimos que es un hombre el que canta y no un ruiseñor encontramos que el canto es insípido. Allí vemos un simple artificio y no un libre producto de la naturaleza o una obra de arte. El canto del ruiseñor nos regocija naturalmente, porque escuchamos a un animal que, en su inconsciencia natural, emite sonidos semejantes a la expresión de sentimientos humanos. Lo que también nos produce alegría aquí es la imitación del hombre por la naturaleza.
AI pretender que la imitación constituye el fin del arte, que el arte consiste, por consiguiente, en una fiel imitación de lo que ya existe, ubicamos, en síntesis, el recuerdo como base de la producción artística. Significa privar al arte de su libertad, de su poder de expresar lo bello. Es verdad que el hombre puede tener interés en reproducir apariencias tal como la naturaleza produce sus formas. Pero no puede tratarse más que de un interés puramente subjetivo, un hombre que quiere mostrar su destreza y habilidad, sin preocuparse del valor objetivo de aquello que tiene intención de realizar. Ahora bien, un producto extraer su valor de su contenido en la medida en que éste participa del espíritu. En tanto que imite, el hombre no supera los límites de lo natural, aunque el contenido sea de naturaleza espiritual.
La imitación de la naturaleza por el arte tiene, sin embargo, su importancia y su valor. El pintor debe entregarse a largos estudios para familiarizarse con los vínculos que existen entre tales o cuales colores, con los efectos y reflejos de la luz para saber traducirlos en su tela o su papel. Por otra parte, debe aprender a conocer y reproducir hasta sus más ínfimos matices las formas y las figuras de los objetos. Al invocar sobre todo esta necesidad se ha creído en los últimos tiempos que puede recuperar vigencia el principio de la imitación de la naturaleza y de lo natural. Vemos en esto un medio para fortalecer un arte endeble, nebuloso, decadente y asimismo se pretende reaccionar contra los errores de un arte que se ha tornado arbitrario y convencional, tan poco artístico como natural, devolviéndolo a la naturaleza siempre fiel a sí misma, regida por leyes fijas y que se manifiesta de manera directa. Por loables que sean estas tendencias e intenciones se concluye en que el naturalismo simple y puro no estaría en condiciones de constituir la base sustancial del arte y si bien éste debe ser natural en sus representaciones y manifestaciones exteriores, de ningún modo debe conformarse rigurosamente con la naturaleza exterior imitándola de manera servil en sus representaciones y manifestaciones, ya que su efecto esencial se halla en otra parte.
Los productos del arte tienen siempre y necesariamente una apariencia sensible y natural, pero debemos convenir que aun el mejor arte, permanece siempre más acá y más allá de lo natural y que los hombres más hábiles sólo descuellan cuando se revelan como los más torpes, puesto que se esfuerza por ubicarse con sus imitaciones al nivel de la naturaleza. En la pintura de retratos, donde se trata de fijar los trazos de un hombre, por cierto que el parecido es un elemento muy importante y sin embargo en los mejores retratos, en los que reconocemos como los más logrados, el parecido nunca es perfecto y siempre le falta algo en relación con un modelo natural. La imperfección de este arte reside en que esas representaciones, no obstante la pretendida exactitud, siempre permanecen más abstractas que los objetos naturales en su existencia inmediata.
Lo más abstracto es un esbozo, un dibujo. Cuando se emplean colores, cuando se toma por referencia a la naturaleza, siempre se descubre que algo ha sido omitido, que la representación, la imitación no es tan perfecta como el modelo natural. Ahora bien, lo que torna particularmente imperfectas esas representaciones es la falta de espiritualidad. Cuando los cuadros de este género sirven para reproducir rasgos humanos, deben tener una expresión de espiritualidad de la cual carece, por otra parte, el hombre natural tal como se nos presenta directamente en su aspecto cotidiano, Esto es lo que el naturalismo es incapaz de realizar y en ello manifiesta su impotencia. La expresión de espiritualidad debe dominar el todo. Al querer fijar formas sensibles resulta necesario atenerse a la naturaleza, a la regla que se debe imitar; mas no se debe olvidar tampoco que de esta manera se obtiene una simple abstracción. Por cierto que la conformidad con la naturaleza en la imitación tiene una importancia capital, pero lo que falta a las obras nacidas en la imitación no es secundario sino esencial, vale decir, lo espiritual, y la intención misma de imitar a la naturaleza es una intención de orden espiritual. En el reproche que un turco dirigió a Bruce, que le había mostrado la imagen de un pez, se advierte la toma de conciencia de esta carencia (sabemos que los turcos, como los judíos, rechazan las imágenes). Por tanto, he aquí lo que dijo el turco: "Si este pez te increpara el día del juicio final acusándote de haberlo hecho sin alma, ¿cómo te defenderías?" Leemos en la Sunna, donde ya el profeta mismo había dicho a las dos mujeres, Ommi Habita y Ommi Selma, que le hablaban de las imágenes que habían observado en los templos etíopes: "Esas imágenes acusarán a sus autores el día del juicio final”.
Al pronunciamos de esta manera en contra de la imitación de lo natural, sólo queremos significar que lo natural no debe ser la regla, la ley suprema de la representación artística. Ya hemos reconocido más arriba que es en el mundo sensible, en lo inmediato, en los datos de la naturaleza o en las situaciones humanas donde la obra de arte parece agotar su contenido, por lo menos en lo que concierne a un elemento tan importante como lo es su exteriorización en forma concreta. Pero de allí a pretender que el contenido como tal, en tanto que contenido, se extraiga por entero de la naturaleza, hay buena distancia; por este camino se llega fatalmente a ver en la obra de arte sólo una imitación pura y simple de la naturaleza y en esta imitación el único y principal destino del arte.
Al considerar la imitación como finalidad del arte, desaparece lo bello objetivo en sí mismo. Puesto que entonces ya no se trata de saber cómo debe procederse para lograr una imitación tan perfecta como posible. El objeto y el contenido se convierten en algo por completo indiferentes. No obstante, si se continúa distinguiendo entre belleza y fealdad, a propósito de hombres, animales, países, acciones, caracteres, etc., esas diferencias no pueden interesar de ninguna manera a un arte que se reduce a simple trabajo de imitación.
Reiteramos: es indiscutible que el arte está obligado a extraer sus formas de la naturaleza y volveremos a insistir sobre lo mismo. El contenido de una obra de arte posee su propia índole que, aunque pertenece al orden del espíritu, sólo puede ser representada a través de una forma natural. Al decir, de manera abstracta, que una obra de arte debe ser imitación de la naturaleza, parece que se quisiera imponer a la actividad del artista límites que interfieren la creación propiamente dicha. Sin embargo, como lo hemos visto, aun al imitar a la naturaleza con la mayor exactitud, no llega a obtener jamás una reproducción rigurosamente fiel de los modelos. Es el caso del retrato, por ejemplo. Una obra de arte puede contentarse sólo con ser una imitación, más no es ésta su tarea, su misión. El hombre persigue un interés particular cuando trata de realizar una obra de arte; se siente impulsado por la necesidad de exteriorizar un contenido particular.
De tal manera llegamos al resultado según el cual la imitación de la naturaleza, que parecía ser un principio general preconizado y defendido por grandes autoridades, es un principio inaceptable, por lo menos en esta forma general, absolutamente abstracta. Al pasar revista a las diferentes artes no es difícil comprobar, en efecto, que si la pintura y la escultura, por ejemplo, representan objetos de una similitud aparentemente natural, o cuyo tipo se extrae en esencia de la naturaleza, las obras de la arquitectura, por el contrario, la que también es una de las bellas artes junto con la poesía, al no ser puramente descriptivas, en nada imitan a la naturaleza. O, por lo menos, si se quisiera aplicar a toda costa el principio de imitación a estas dos últimas artes, no sería posible sino mediante un largo rodeo, subordinando esta proposición a múltiples condiciones y reduciendo la verdad a simple posibilidad. Pero aun entonces nos hallaríamos en presencia de una enorme dificultad, como es la de determinar lo probable y aquello que no lo es, y además no querríamos ni podríamos eliminar de la poesía todas esas Invenciones arbitrarias y absolutamente fantásticas.
El arte debe tener, asimismo, otro fin que el de la Imitación puramente formal de lo que existe, imitación que sólo puede dar a luz artificios técnicos que no tienen nada en común con una obra de arte.
La naturaleza y la realidad son fuentes en las cuales el arte no puede dejar de beber. Tampoco el ideal, ya que el ideal no es algo nebuloso, algo general o abstracto. Por el contrario, el objetivo que persigue la imitación consiste en reproducir los objetos de la naturaleza tales como son en su existencia exterior e inmediata, lo que tan sólo sirve para satisfacer el recuerdo. Mas lo que buscamos y exigimos no es únicamente la satisfacción del recuerdo por el llamado directo de la vida en su totalidad, sino también la del alma.
2. EL DESPERTAR DEL ALMA
El despertar del alma: tal es, según se admite, el designio final del arte, el efecto que se debe tratar de alcanzar. De esto habremos de ocuparnos en primer término. Al enfocar el designio final del arte en este último aspecto preguntándonos en particular cuál es la acción que puede y debe ejercer, y que ejerce realmente comprobamos en seguida que el contenido del arte comprende todo el contenido del alma y del espíritu y que su fin consiste en revelar al alma todo lo que ella oculta de esencial, de grande, de sublime, de respetable y verdadero. Por una parte, nos procura la experiencia de la vida real, nos traslada a situaciones que nuestra experiencia personal no nos permite aprehender ni tal vez nos dejará conocer jamás, las vivencias de personas a las que representa, y merced a la parte que captamos de lo que a ellas les ocurre, logramos ser capaces de comprender con mayor profundidad lo que sucede en nosotros mismos. De manera general el fin del arte consiste en tornar accesible a la intuición lo que existe en el espíritu humano, la verdad que abriga el hombre en su interior, lo que mueve el corazón y agita el espíritu. Esta es la tarea que el arte tiene que representar, y la realiza por medio de la apariencia que, como tal, no es indiferente desde el momento que sirve para despertar en nosotros el sentimiento y la conciencia de algo más elevado. Así el arte instruye al hombre sobre lo humano, despierta sentimientos adormecidos, nos ubica en presencia de los verdaderos intereses del espíritu. De este modo el arte actúa removiendo en su profundidad, su riqueza y su variedad todos los sentimientos que se agitan en el alma humana, e integra dentro del campo de nuestra experiencia lo que acontece en las regiones íntimas de aquélla. Nihil humani a me alienum puto: tal es la divisa que podemos aplicar al arte. Todos estos efectos los produce el arte por medio de la intuición y de la representación y el hecho de saber de dónde procede el contenido, si tiene origen en situaciones y sentimientos reales, o si se trata simplemente de una representación que nos ofrece el arte, este hecho, decimos, nos resulta por completo indiferente. Lo que importa es que el contenido que tenemos delante despierte en nosotros sentimientos, tendencias, pasiones; mas que se contenido se nos dé a través de la representación o que lo conozcamos por haber tenido una intuición en la vida real, este hecho nos resulta por completo indiferente en esta relación. Podemos estar tan intensamente satisfechos, sacudidos, movidos por la representación como por la percepción. Todas las pasiones, amor, alegría, cólera, odio, piedad, angustia, miedo, respeto y admiración, sentimiento del honor, amor por la gloria, etc., pueden invadir nuestra alma por la acción de representaciones que percibimos a través del arte. El arte puede evocar en nosotros y hacer experimentar a nuestra alma todos los sentimientos, y es con razón que vemos en este efecto la manifestación esencial del poder y la acción del arte, o más bien, tal como con frecuencia se piensa, su fin último.
El arte utiliza la gran riqueza de su contenido, por una parte para completar la experiencia que tenemos de nuestra vida exterior y, por la otra, para evocar de manera general los sentimientos y pasiones que acabamos de enumerar, para que las experiencias de la vida no nos hallen insensibles y nuestra sensibilidad permanezca abierta a todo lo que acontezca fuera de nosotros. Pero el arte obtiene esta sensibilización, no con ayuda de experiencias reales, sino tan sólo por su apariencia, reemplazando, en favor de una ilusión, la realidad por sus producciones. La posibilidad de crear esta ilusión por la apariencia se sustenta en el hecho de que toda realidad, en el hombre, antes de llegar a conmover el alma y la voluntad, debe atravesar la zona intermedia formada por la intuición y la representación. Y esto es igualmente cierto ya se trate de la acción directa de la realidad como tal, o que ésta se manifieste de manera indirecta, con ayuda de signos, imágenes, representaciones que posean un contenido real y sirvan de expresión a ese contenido. El hombre es capaz de representarse objetos que no son reales como si en efecto lo fueran.
Evocar en nosotros todos los sentimientos posibles, hacer penetrar en nuestra alma todos los contenidos vitales, realizar esos movimientos internos con ayuda de una realidad exterior que sólo tiene apariencias de realidad: en esto consiste el poder particular, el poder del arte por excelencia.
Insistimos una vez más en este punto: el arte ejerce sobre el alma y los sentimientos la acción que acabamos de describir, cualquiera sea el contenido que exprese. Despierta sentimientos adormecidos, es capaz de activar todas las pasiones, todas las tendencias y todas las inclinaciones. Posee el poder de hacemos experimentar todas las desdichas y todas las miserias, de tornar presentes a nuestros ojos el mal y el crimen. Merced al arte somos capaces de ser testimonios entristecidos de todos los horrores, de experimentar todos los terrores, todos los espantos, de ser movidos por toda suerte de emociones violentas. El arte puede elevarnos a la altura de todo cuanto es noble, sublime y verdadero; llevarnos hasta la inspiración y el entusiasmo, como puede sumergimos en la sensualidad más profunda, en las pasiones más bajas, hundirnos en una atmósfera de voluptuosidad y dejarnos desamparados, destruidos por el juego de una imaginación desencadenada, ejercida sin frenos. Lo humano es tan rico en el bien como en el mal, en actos sublimes como abyectos, y por eso el arte es por igual capaz de insuflarnos entusiasmo por lo bello y lo sublime como empequeñecernos y enervarnos por la exaltación de nuestro aspecto sensible y sensual. En esta relación no existe, pues, ninguna diferencia entre los contenidos del arte. El arte puede elevarnos, como tornarnos bajamente egoístas, fijarnos al mundo sensible como atraernos hacia las esferas sublimes de la espiritualidad. Así el poder del arte aparece como puramente formal, independiente de la naturaleza de su contenido.
Posee, en efecto, el poder formal de despertar nuestros sentimientos respecto de cualquier tema de cualquier contenido: esto constituye la sofística del arte. Lo mismo que en el razonamiento podemos hallar razones a todo, explicaciones para las cosas más insignificantes, justificaciones para toda clase de acciones; también en el arte, al usar idéntica sofística, se puede utilizar cualquier contenido para lograr su fin esencial. Poco le importa la calidad o la naturaleza del contenido, si logra alcanzar el objetivo. Si así fuera en verdad, podría decirse que la acción del arte también es formal, de igual manera que se ha definido el aspecto formal del hombre al decir que debe poder exteriorizar, realizar todas las fuerzas que posee, todas las posibilidades que encierra.
Al aceptar lo dicho, aunque una vez más, de manera puramente formal, no tardamos en advertir que existe una diferencia esencial en cuanto a la orientación que debe tomar el arte para alcanzar su verdadero y sustancial fin, el cual no puede consistir, se entiende, en despertar todas las pasiones posibles.
Se trata, pues, de buscar ese objeto esencial, este fin en sí del arte. Diversos son los contenidos susceptibles de conmover nuestra alma y el arte debe realizar una elección entre esos contenidos y para escoger debe poseer un criterio certero, en relación con lo que considere su verdadero destino.
Este destino debe definirse primero de manera formal, dicho de otro modo, de manera tal que cualquier obra de arte puede cumplirse en él. El arte tuvo por claro objetivo atemperar la barbarie en general, y sólo en un pueblo que inicia la vida civilizada esta moderación de las costumbres constituye por cierto el objeto principal que se asigna al arte. Por encima de esta finalidad se ubica la de la moralización, que en otros tiempos fue considerada la más excelsa.
El interrogante que se plantea entonces es el siguiente: ¿Cómo y por qué medios el arte es capaz de ejercer esta acción atemperante sobre la primitiva rudeza? ¿De dónde extrae esta posibilidad de disciplinar los instintos, las inclinaciones y las pasiones? Primero, algunas palabras sobre la moderación de las costumbres.
El primitivismo, la primitiva rudeza, se caracteriza por la indisciplina de los instintos; hay deseos que tienen por objeto su satisfacción y nada más que su satisfacción. Esta satisfacción comporta el uso de un objeto, que de esta manera se convierte en un medio. Un deseo es tanto más salvaje cuanto más se apodera del hombre y cuando éste todavía no ha aprendido a diferenciarse, en tanto que generalidad, en relación con esta determinación. Cuando, digo: mi pasión es más fuerte que yo, establezco una diferencia entre mi yo abstracto y la pasión; mas ésta es una distinción puramente formal que significa que yo no soy nada en comparación con la pasión. Por consiguiente, el salvajismo de la pasión resulta de la unidad que existe entre mi yo general y la limitación a la cual está sometido, de manera que no conozco otra que esta voluntad limitada. Designamos como un homme entier [hombre obstinado] a aquel que concentra toda su voluntad en un fin particular.
En esto consiste el salvajismo, fuerza y potencia del hombre dominado por las pasiones. Tal primitivismo puede ser atemperado por el arte en la medida en que éste represente al hombre las propias pasiones, los instintos y en general, al hombre tal como es, y aunque se circunscriba a desarrollar el cuadro de las pasiones, aun cuando las ensalce, el arte lo hace para mostrar al hombre lo que es, para tomarlo consciente de ello. En esto consiste su acción atemperante, porque el hombre pone así al hombre en presencia de sus instintos como si ellos estuvieran más allá de él, y le confiere cierta libertad respecto de aquéllos. Puede decirse que el arte en esta relación actúa como liberador. Las pasiones pierden fuerza desde el momento que se convierten en objetos de representación, objetos simplemente. La objetivación de los sentimientos tiene por efecto quitarles su intensidad y hacerlos exteriores y más o menos extraños. Al ser elevado a la representación, el sentimiento sale del estado de concentración en el cual se encontraba y se ofrece a nuestro libre juicio. Ocurre con las pasiones como con el dolor: el primer medio que la naturaleza pone a nuestra disposición para obtener consuelo para un dolor que nos agobia, son las lágrimas; llorar ya es ser consolado. EI consuelo se acentúa luego en el curso de conversaciones con amigos, y el deseo de alivio y consuelo puede impulsamos hasta a escribir poesías. Así es que desde que un hombre se halla sumergido en el dolor y devorado por éste se encuentra en situación de exteriorizarlo, y se siente consolado; mas lo que por sobre todo lo alivia es que pueda expresarse en palabras, en cantos, en sonidos y en figuras. Este último medio es todavía más eficaz, y el dolor se consuela en gran medida por la objetivación de los sentimientos que les quita su carácter intenso y concentrado, los convierte, por así decir, en impersonales y exteriores a nosotros. Es frecuente el caso de artistas que sacudidos por una desdicha logran mitigar o debilitar la intensidad de sus sentimientos exteriorizándola en una obra de arte. Antiguamente existía la costumbre de las visitas de condolencia; eran muy penosas, mas la simpatía que demostraban los visitantes, la repetición de las mismas fórmulas, la objetivación del acontecimiento contribuían en gran medida a consolar el dolor. También era una excelente costumbre, sobre todo en caso de deceso, que llegara gente de todas partes a expresar sus condolencias a los parientes más próximos del muerto. Al hablar con cada uno sobre la desgracia que los conmovía experimentaban un gran consuelo. La institución de las plañideras entre los antiguos tiene origen en esta necesidad de objetivar el dolor. Cuando un hombre es capaz de componer una poesía sobre la pasión que lo obsede, ésta se torna menos peligrosa, pues, como hemos dicho, objetivar un sentimiento, significa separarlo de su personalidad y adoptar a ese respecto una actitud más serena.
Al desahogarse mediante poesías y cantos, el alma se libera del sentimiento concentrado; el contenido, dolor o alegría, que antes se hallaba replegado en sí mismo, sufre una distensión merced a su representación, su concentración se interrumpe y a ese respecto el alma ha encontrado su libertad. Comenzamos a prestar atención a aquello que es susceptible de consolar y a los insistentes consejos sobre la necesidad de guardar calma y serenidad. Tal es la base en que reposa la acción formal que el arte ejerce sobre los sentimientos y las pasiones.
3. FUNCIÓN MORALIZADORA DEL ARTE
Pero esta elevación del alma no podría detenerse en esta fase de ruptura puramente formal de la concentración. El proceso debe proseguirse hasta que el alma reciba un contenido que le dé fuerza para combatir, y si es posible, para vencer las pasiones. Mas si se admite que el designio del arte no sólo consiste en evocar las pasiones, sino que también las purifica, o expresado en otros términos, que la evocación del arte no es su fin último, un fin en sí, puede decirse, para dar a la palabra "purificación" un significado preciso, que la moralización constituye el objetivo del arte. Por otra parte, ya hemos visto que la simple representación de las pasiones comporta cierto grado de purificación, de catarsis. Ella tiene por efecto conferir cierto dominio sobre las pasiones y los impulsos indisciplinados y salvajes. En algunos círculos se oye proclamar que el hombre debe permanecer en unión con la naturaleza, pero los partidarios de tal unión no advierten que lo que preconizan no es otra cosa que grosería y salvajismo. Aunque el arte represente al hombre en unión con la naturaleza tiene justamente por efecto elevar al hombre por encima de la naturaleza. En esto radica el punto esencial.
El arte actuaría como vivificante al reforzar la naturaleza moral de manera que el alma pueda oponerse eficazmente a las pasiones. En este sentido decimos que el arte debe perseguir una finalidad moral y que la obra de arte debe poseer un contenido moral. El arte debe contener algo superior a lo cual se subordinen las inclinaciones y pasiones, debe sugerir una acción moral susceptible de fortalecer el espíritu y el alma en la lucha contra las pasiones.
Este punto de vista ha provocado últimamente numerosas discusiones. Se ha subrayado en primer término que semejante designio es indigno del arte. Si es necesario a cualquier precio asignar al arte un fin último, esta finalidad debe ser tal que se baste a sí misma; se trataría, pues, de un fin en sí. Decir que el arte debe gustar, que debe ser una fuente de placer, significa asignarle un objetivo puramente accidental que no puede ser el suyo. La religión, las costumbres, la moral, ya son objetos que existen en sí y cuanto más contribuya el arte a favorecer las aspiraciones religiosas, las tendencias morales, la templanza en las costumbres, más superior será el fin que haya logrado. Éstos son criterios absolutos y decir que el arte debe conformarse con la creación de sus formas, significa asignarle un contenido preciso. El arte ha servido para instruir a los pueblos, en tanto que expresión de ese contenido.
Sin embargo, aunque se asigne al arte este último contenido, dúdase que en esto consista su objetivo final. Tal reserva se vincula sobre todo con el modo de representación. ¿Concebimos las enseñanzas morales del arte en forma de proposiciones abstractas, de reflexiones más o menos teóricas, o sólo queremos decir que esas abstracciones y reflexiones juegan allí el papel principal y que el elemento sensible no debe ocupar sino un lugar secundario puesto que no sirve más que para recubrir lo abstracto? En ambos casos se desconoce por completo la naturaleza del arte. La obra de arte debe ser por su contenido individual y concreta, una imagen que se dirige a los sentidos. Si el contenido no es figurado en virtud de su propia naturaleza el elemento figurado se convierte por entero en secundario, se quiebra el contenido, se divide en dos: deviene una abstracción recubierta de ornamentos exteriores que son simple apariencia. Una proposición abstracta se basta a sí misma sin necesidad de adornos exteriores que sólo sirven para suscitar hastío por falta de correspondencia entre el contenido y la forma.
Cierto que es posible extraer consecuencias Y conclusiones de una obra de arte, aun en el sentido más auténtico del vocablo. Podemos deducir enseñanzas de todo lo que acontece en la vida real y concreta. Así se ha hecho, sobre todo en el pasado, como podemos observado en el prefacio de las obras de Dante, que siempre indican en qué consiste la alegoría, es decir, la enseñanza general que comporta cada canto. Al proceder de tal manera, nos servimos de una obra de arte para formular una enseñanza, para imponer a ésta la autoridad de aquélla que asimismo la justifica por su prestigio. Nada hay que agregar a este procedimiento a condición de que la forma artística no sea sólo un simple ornamento destinado a cumplimentar una enseñanza abstracta sino que el contenido se unifique con la forma figurada y que esta unidad constituya su aspecto esencial. No obstante, lo que por sobre todo se ha objetado a este enfoque, es que subordine el carácter sensible de la obra de arte a proposiciones morales abstractas.
No insistiremos por anticipado sobre este punto. Mas, por otra parte, interesa examinar de cerca la contradicción que Implica esta manera de ver, pues, por su naturaleza despeja el camino que nos conducirá hacia el verdadero concepto del arte. Mejor aún: constituye el lugar que abre paso hacia el concepto. El interrogante que se establece a este respecto es el de saber si la enseñanza moral, que se considera el fin supremo del arte, debe estar allí contenido implícitamente, sin que se lo formule en tanto que enseñanza, o si éste debe ser formulado de manera explícita. Se nos dice que la obra de arte debe involucrar una enseñanza moral de manera implícita y que al ser esta enseñanza el fin supremo del arte, debe encontrársela sin que esté desarrollada, sin que surja ni se imponga como una doctrina, como una ley o un mandato. Todo lo que puede admitirse de manera general, es que de una representación concreta o de la representación de un acontecimiento se deduzca una buena moral. Todo depende de la interpretación; ya que en lo que concierne a la moral implícita, se trata de desarrollarla y extraerla con claridad. Sin embargo, es dudoso que así se llegue a un resultado positivo, pues, como acabamos de decir, existen hechos o pocas cosas de las cuales no se pueda extraer una moral. Se han defendido y justificado las representaciones artísticas y las obras literarias más inmorales con el pretexto de que, para poder ser moral debe conocerse por igual el mal y el pecado, tanto como para poder reconocer el bien y de esta manera se ha pretendido justificar la inmoralidad en el arte. Lo cual no ha podido impedir que se diga que las representaciones de María Magdalena -la bella pecadora- han inducido a más hombres al pecado que al arrepentimiento; ¿pero no es menester haber pecado para poder arrepentirse? La exigencia moral tiene aquí un carácter demasiado general, demasiado impreciso; puede asignarse la misma exigencia a la historia, ya que una vez más todas las representaciones que tengan por tema problemas y acontecimientos humanos se realizan de manera tal que comportan una moral.
Otra cosa es cuando se sostiene que la moral debe ser representada en la obra de arte de manera explícita y que ésta debe expresar una enseñanza, leyes claras y ser una fabula docet [fábula que enseña]. Tal es el caso de las fábulas de Esopo. Cada fábula forma un todo; y sólo más tarde, de manera por demás torpe, se extrae de ellas una moral y se la vincula con ésta, ho mithos deloi (la fábula enseña). La fábula constituye una enseñanza por sí misma.
A decir verdad y encarado el tema en forma directa, trátase así de la defensa del punto de vista de la ley y este es el que examinaremos. Se ha pretendido que la moral -en la ética correspondiente a la verdad en general, en la vida humana- constituye un aspecto esencial del arte. Al ser la verdad la ley del querer y de la conciencia, puesto que una ley general es absoluta, el arte debe inspirarse en ella en todas sus creaciones. Por una parte, existe la ley, y por otra, las condiciones, los sentimientos, las pasiones y entre unas y otras se ubica el enfoque moral, según el cual el hombre debe conocer la ley y conformarse con ella para luchar contra sus pasiones y superarlas; debe conocer su deber, ha de tenerlo constantemente ante sí cuando actúa, y debe rechazar todos los intereses egoístas. .
Según esta concepción, el hombre moral tendría conciencia del deber, de la ley y se decidiría por esta ley universal y la convertiría en su máxima. Se decidiría por el deber, en tanto que deber, en nombre de la ley general, de la máxima que sería la razón determinante de sus acciones. La ley, el deber, por el deber, es lo universal, lo abstracto que tiene su contrapartida en la naturaleza, en los sentimientos naturales, en las inclinaciones, en la voluntad natural, en el corazón, en el alma. El hombre sabría en qué consisten los derechos y el deber; lo que hace lo haría de buen grado y con convicción. Sujeto es el que elige; escoge el bien para servirse de él en contra de sus inclinaciones y sus intereses subjetivos. Merced a este enfoque, se postula la oposición entre la voluntad en general -en aquello que posee de absolutamente general- y la voluntad particular, natural y esta oposición se establece de manera que signifique que la acción moral debe estar permanentemente en pugna con la voluntad natural, que la moral es por esencia una lucha contra lo natural y sólo existe para convertirse en amo de lo natural, para ganar una victoria decisiva sobre esto. Esta oposición se desprende, pues, del enfoque moral, mas debe concebirse no en esta forma limitada, sino de manera comprensiva y general. La ley, la dirección, deben ser interpretadas como lo Abstracto, como producto del entendimiento, como lo que llamamos concepto en general en la vida corriente, como lo Abstracto opuesto a la plenitud concreta del alma y de la naturaleza en general.
Sólo en el hombre y en el espíritu humano esta oposición toma la forma de un mundo desdoblado, de dos mundos separados: por una parte, el mundo verdadero y eterno de las determinaciones autónomas; por la otra, la naturaleza, las inclinaciones naturales, el mundo de los sentimientos, de los instintos, de los intereses subjetivos, personales. Por un lado, vemos al hombre aprisionado en la realidad vulgar y la temporalidad terrestre, agobiado por anhelos y las tristes necesidades de la vida, encadenado a la materia, persiguiendo fines y goces sensibles, dominado y arrastrado por tendencias naturales y pasiones; por el otro, lo vemos elevarse hasta las ideas eternas, hasta el reino del pensamiento y de la libertad, vemos plegar su voluntad a las leyes y determinaciones generales, despojar al mundo de su realidad viva y floreciente para resolverlo en abstracciones, en tanto que el espíritu afirma su derecho y su libertad tratando sin piedad a la naturaleza como si quisiera vengarse de las miserias y las violencias que le ha hecho padecer.
En cuanto esta oposición adquiere un carácter suficientemente acusado el espíritu oscila entre estos dos términos, se mueve de un lado a otro: del deber al sentimiento, de la libertad a la necesidad. Mientras que el hombre no obedece más que a su propia voluntad la libertad no persigue otra cosa que la realización de sus propios fines; la necesidad, en cambio se deja determinar por los apetitos naturales, por los de las circunstancias, de su corazón y de sus sentimientos. Pero ni la libertad escapa a las leyes, de manera que existen leyes de la libertad como de la necesidad, y nos encontramos en presencia de una oposición entre lo general y lo particular. En efecto, si lo particular está implicado en lo universal abstracto, no se determina por él. Lo particular tiene sus propias determinaciones que pueden corresponder o no a lo universal. Existe, por otra, parte, la oposición entre lo concreto y lo abstracto. Así los ámbitos hostiles del pensamiento y de la realidad, de la vida subjetiva y del concepto frío de la teoría y de la experiencia se erigen uno contra otro. Y entonces el enfoque moral comporta esencialmente una oposición, una contradicción entre él espíritu y la carne; mas, lejos de limitarse a esta oposición es, como veremos, más amplia y general.
Esta oposición no es el resultado de una reflexión refinada o de una filosofía escolástica. En distintas formas, siempre ha preocupado y agitado la conciencia humana, mas debido a la influencia de nuestra cultura moderna ella ha tomado una expresión particularmente aguda. La cultura de nuestros días, la inteligencia moderna la torna sensible en especial para el hombre, convirtiéndolo en una especie de anfibio que vive en dos mundos contradictorios, entre los cuales la conciencia hesita sin cesar, incapaz de detenerse y de tomar una decisión que la satisfaga. Aunque la cultura y la inteligencia modernas hayan impulsado al extremo este desdoblamiento, han planteado la necesidad de su conciliación. Y bien, la inteligencia, el entendimiento, al no poder vencer la rigidez de los contrarios, la conciliación de la cual hablamos permanece para la conciencia como un simple deber ser y nuestra realidad presente continúa viviendo en la inquietud de la alternativa, buscando una solución que no puede encontrar. Resta entonces saber si una oposición tan vasta y profunda, cuya necesidad de conciliación todavía permanece en estado de simple postulado, constituye la verdad en sí y puede ser considerada como el supremo objetivo del arte.
Sin embargo, el hombre se halla interesado en que desaparezca esta oposición, en que se realice una conciliación entre sus dos términos por medio del descubrimiento de un tercero, de un principio superior que represente su armoniosa unidad. En el presente se siente esta oposición de manera particularmente viva y preocupa a los hombres en múltiples formas. El pensamiento no cesa de avivarla, y el entendimiento con su tú debes, que se erige contra la realidad, la mantiene. Ella toma al hombre inquieto, como si estuviera tironeado desde todos lados. Una vez más: al hombre le interesa que desaparezca esta oposición, que deje lugar a una conciliación, que se halle un punto de coincidencia, un principio más elevado, más profundo, susceptible de realizar una armonía entre esos dos términos en apariencia inconciliables.
Esta es la labor de la filosofía y su designio principal: suprimir esas oposiciones, por lo menos en la medida en que revistan las formas que acabamos de descubrir y de caracterizar, a la vez que demostramos que los términos opuestos no son en realidad tan intransigentes e inabordables como parecen; que la única verdad que se puede enunciar a propósito de cada uno de ellos es que no es verdadero en sí, sino que la verdad de uno y otro sólo puede resultar de su conciliación, de su unión y su armonía. Por un lado se da la libertad, por otro, la necesidad. La libertad es esencialmente un producto del espíritu: la necesidad es la ley de la voluntad natural. El entendimiento mantiene la oposición entre ambas, y la libertad misma no existe sino en tanto que lucha con su opuesto. Pero el hombre cree firmemente que esta oposición debe ser conciliada y en cuanto a la inteligencia, la filosofía tiene por tarea mostrarle que, si la contradicción existe, ya es, tal como es, conciliada para toda la eternidad, en sí y para sí; y que la verdad es que: esta oposición es tal que no sólo es posible conciliada, no sólo debe ser conciliada en un futuro más o menos próximo o lejano, sino que su conciliación ya está realizada, la conciliación de sus dos términos ya se ha efectuado y es sólo la inteligencia la que busca aún la conciliación en la filosofía. La filosofía muestra que la conciliación está realizada desde la eternidad; en todo caso, para la inteligencia, ella sólo puede realizarse por la filosofía.
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