viernes, 3 de octubre de 2008

EN EL LÍMITE ENTRE LA HISTORIA DEL ARTE Y LA ESTÉTICA

Carmen Barrera

Entre la Historia del Arte y la Estética se tiende una línea divisoria que amerita ser redefinida cuando se pretende determinar los objetivos que ambas persiguen al ser consideradas como disciplinas del saber humanístico. Examinadas a la luz de sus significaciones más extensas y sin otro argumento que la determinación de un límite que nos permita comprender sus distintas acciones, no es extraño que entre ambas se pre-fije un lugar común, esto es, el arte. Al situar este último en punto intermedio entre la historia y la estética, el quehacer reflexivo plantea múltiples y complejas posibilidades ancladas en las mismas pretensiones de ambas en tanto que procuran por caminos distintos, acercarse a la realidad representada “en el” y “por el” arte. Partiendo de aquel lugar común, trataremos de trazar los límites entre la historia del arte y la estética, considerando ciertos aspectos desde la perspectiva del objeto y campo de estudio que a ellas interesa.

El objeto de estudio de la Historia del arte es el arte como obra (producto acabado acorde a ciertas reglas), el de la Estética es el concepto (“arte”, “belleza”). Entre ambas lo que cambia no es el objeto de estudio pues en esencia es el mismo -el arte-, sino la manera de abordarlo.

Entendida en un sentido general a la historia del arte le corresponde el estudio de las producciones artísticas en un espacio y tiempo determinado; son de su propio interés las causas, orígenes, formas y evolución de las obras de arte entendidas desde una serie de circunstancias culturales, sociales, políticas o religiosas que estaban a la base del momento en la que ellas se gestaron. Desde la directriz de la temporalidad sitúa además artistas, estilos, movimientos o escuelas, cuyas características propias le permiten al historiador del arte hacer una re-construcción del pasado con los ojos del presente.

El estudio y reconocimiento del pasado a través de la obra de arte con singularidades históricas propias tiene sus inicios con Johann Winckelmann y su obra Historia del arte en la Antigüedad (1764). El rol protagónico de la obra hace que la historia de ella no sea un apéndice de la historia en general (Vinçenc Furió, 1991). Como disciplina científica -aunque con detractores y benefactores-, tiene en la obra de arte su objeto de estudio, se plantea un objetivo principal que persigue la explicación y evolución a partir de condicionamientos históricos y reconstruye objetiva y metodológicamente todos aquellos aspectos relacionados que contribuyen a conocer y comprender la función del arte; es decir no se divorcia en ningún sentido ni de la historia del tiempo en que ella se genera ni de la obra misma.

Por su parte, la Estética se define en sentido extenso como una rama de la filosofía que estudia conceptos relativos a la “belleza” y al “arte”. Baumgarten en sus obras Meditaciones y Aesthetica, entre 1750 y 1758 da origen al término y funda este quehacer reflexivo como una disciplina filosófica y científica de lo bello y del arte.

El nombre significa precisamente doctrina del conocimiento sensitivo, es decir de las cosas percibidas (aistheta), en oposición a los hechos del entendimiento (noeta). Según esto el verdadero conocimiento es el sensitivo y allí se ubica el arte por su carácter concreto y sensible. Entonces, para la Historia-del-arte, el arte en sí mismo es una práctica, mientras que para la Estética es reflexión sobre esa práctica y sus obras (Souriau, 1990).

Los términos “belleza” y “arte” que son tan afines a la Estética –por ser unos de sus objetos primordiales de estudio, aunque no los únicos- no se instauran en pleno siglo XVIII con Baumgarten, pues no es difícil comprobar que la reflexión sobre éstos estaba ya encarnada en el pensamiento occidental desde la antigüedad y su significado se fue manteniendo o modificando en el transcurso de los siglos[1]. El término Estética refiere a dos concepciones básicas, producto de la reflexión (filosófica), Estética como filosofía de la belleza y Estética como filosofía del arte.

La estética como filosofía de la belleza centra en este concepto su mayor reflexión; escabroso y resbaladizo asunto, “lo bello es difícil”, decía Platón en Hipias Mayor. La visión platónica de la belleza como cualidad de un objeto, a espaldas de la relación que con ella pueda mantener el sujeto, supone a la belleza como una categoría metafísica y constituye los fundamentos de la reflexión estética hasta el siglo XVIII cuando la teoría sobre este particular ya no apunta al objeto sino al sujeto, dirá Hume –por sólo citar uno de los precursores de esta visión- “la belleza sólo existe en la mente que quien la contempla”.

Sin pretensión alguna de ‘historiar’ el concepto de belleza y sus distintas acepciones, diremos entonces que lo bello está a la base de todas las reflexiones estéticas, como lo habrá de estar también el arte.

Cuando la Estética desplaza en el campo de sus reflexiones la belleza por el arte convirtiéndolo en eje central de su definición, se convierte entonces en Estética como filosofía del arte[2] ; asunto no menos difícil que aquel de la belleza. No es cuestión de definirlo en este trabajo, pues como dice Furió citando a Sánchez Vázquez, “más bien andamos sobrados de definiciones” (p.13). Digamos en cambio que el concepto de arte al igual que el de belleza, ha variado históricamente desde la antigüedad hasta nuestros días. En este sentido importan resaltar tres aspectos que son fundamentales para la consideración del arte en su significación propiamente estética. 1) Producto del pensamiento humanista -que afirmaba la autonomía del hombre ante Dios y la naturaleza el arte en el Renacimiento consigue un puesto privilegiado al ser reconocido como una actividad humana autónoma y no por su capacidad de ‘servir para’. 2) el arte es visto como una actividad intelectual no física, sino creadora que le pertenece al artista. 3) En el siglo XVIII el término “arte” es incluido en el Diccionario de la Academia Francesa (1762) separado del término “oficios”. Precisamente al arte que se le da este significado propio es aquel al que se asocia con la belleza. Esta es pues, la autonomía del arte como “arte bello”; desde entonces pasa a ocupar un sitio de honor como hecho reflexivo central en la Estética, con la limitación de ser el arte un concepto, como esencia abstracta en el hombre. Deja de lado entonces asuntos que si conciernen a la Historia del arte, por ejemplo, el nexo con otras disciplinas humanas o con la sociedad en que se da y las diversas relaciones que lo condicionan. Diríamos entonces que el concepto es a la estética lo que arte es a la historia.

Retomemos ahora lo que significa el arte para la Historia del Arte como territorio ya no común a la Estética sino como objeto de su estudio. En este punto cito textual una afirmación de Lluis Alvarez que podría parecer en principio algo irreverente pero que dibuja muy bien lo que el arte es para su historia (…) “para hacer ciencia del arte no es preciso saber qué es el arte (…) el historiador del arte, el teórico del arte como cultivador de una ciencia humana, no dice, ni tiene por qué, lo que es el arte. Puede conformarse a lo particular diciendo lo que son y que significan un montón de objetos como cuadros, edificios, novelas…. que tienen importancia en nuestra sociedad por alguna razón” (1986, pp.18-19).

Esto no significa en ningún sentido un divorcio absoluto entre la Historia del Arte y la Estética, en el sentido en que los problemas teóricos que se plantea la estética como eje de su quehacer –el concepto de belleza, de arte, relaciones sujeto-objeto, naturaleza del arte, etc- tendrían un alcance muy limitado o caerían en conjeturas erróneas si no se conocieran las variantes que en el transcurso del tiempo han tenido esos conceptos.

En lo que concierne a la Historia del arte, la estética le proporciona la reflexión teórica y filosófica sobre algunos de los conceptos concernientes a su disciplina, no pueden ignorarse entonces las relaciones existentes entre la producción artística de cada momento y las ideas estéticas pertenecientes al periodo estudiado. Entre ambas disciplinas hay una suerte de unión silente, lo que les separa es que a la estética le atañe el carácter conceptual y general, mas no la temporalidad en sí misma que permite ubicar, caracterizar o distinguir en el tiempo[3].

Entonces es necesario advertir que la historia del arte no puede ni debe ser considerada como una mera recopilación obras y datos históricos ordenados según un simple principio secuencial, pues su ámbito de acción es mucho más complejo de lo que parece a primera vista. En la historia del arte el objeto o fenómeno artístico “tiene que ser considerado como una consecuencia o resultado de la historia, que al igual que otro tipo de documentos, transmite a nuestro presente mensajes polivalentes, llenos de contenidos sobre los hechos y las ideas del pasado” (Freixa, 1991, p.62). Es decir, la obra es un hecho histórico con características particulares, y el historiador debe reconstruir las circunstancias que a ella le atañen (sociales, políticas, religiosas o económicas), así como los contenidos ideológicos o estéticos que le dieron origen a la obra en su contexto original.

Como disciplina científica la Historia del Arte debe actuar con cierto rigor y sistematización para generar un enfoque objetivo y global de las obras, en el entendido en que éstas son perfectibles de ser re-interpretadas desde diversos puntos de vista. Tiene entonces método o metodologías para historiar y analizar los objetos, de la aplicación de éstos surgen los distintos y variados modos de significación: formalista, iconológico, psicológico, sociológico o semiótico. Estos modos interpretativos confrontan problemas y ofrecen limitaciones, sin llegar a agotar o abarcar la totalidad de los aspectos competentes y derivados de las manifestaciones artísticas.

Premeditadamente he dejado un aspecto que atañe ya no de la historia del arte como estudio del pasado de las manifestaciones artísticas sino como enjuiciamiento y valoración de aquellas, aquí ya estamos en el terreno de la crítica del arte. El surgimiento de esta sitúa a partir de los comentarios de los Salones de Diderot (entre 1759 y 1781) y nace en el seno de una serie de factores favorables como la celebración regular de los salones de pintura, la difusión de la prensa y el incremento de una clientela interesada en el consumo de las obras.

Las características y condiciones más visibles de la crítica del arte son para Juan Acha (1992), la expresión pública de una opinión sobre una obra o conjunto de ellas y que éstas sean ‘recién nacidas’, y es que para poder consumir las obras, los receptores deben contar con los medios intelectuales adecuados que les ofrecen los críticos de arte mediante sus textos públicos” (p.12).

Desde el punto de vista de las ciencias sociales se asocia a menudo con aquellas que están en relación con el arte como la historia y la estética. Para algunos la separación entre historiador-crítico resulta artificiosa o ficticia, y la distinción no es posible porque la historia del arte también es valoración crítica cuando restaura el pasado; la crítica por su parte no debe ignorar la historia del arte porque el conocimiento de ésta le da consistencia y argumentos sus juicios (Furió, 1991). En el caso de la relación estética-crítica nos movemos en condiciones muy parecidas en su relación con la historia del arte, pues mientras la crítica se centra en lo singular de una obra o conjunto de ellas, la estética se dirige a lo general; conceptos, juicios, teorías. Y esto es precisamente lo que le imputa el crítico a la estética, al ser el mediador entre la obra y el espectador para mostrar sus valores, “él no puede repetirse, pues cada vez tiene que habérselas con una nueva obra a la que nos son aplicables los conceptos, principios o normas descubiertas en otras”. (Sánchez, 1992)

Aprovecho unos de los argumentos del crítico frente a la estética cuando considera la obra como un proceso creador para confesar que a todo lo dicho hasta ahora le falta el artista, no por olvido sino por considerarlo vital para la historia del arte, la estética y todo lo que concierne a ellas. El artista no como un sujeto definido según la historia sino como creador. Si la historia continúa la historia del arte y la estética están aseguradas, pero ¿qué les depararía si no existiera el artista creador?, sin él no hay arte y sin arte se pierde el objeto de estudio. ¿Fin de los límites entre la historia del arte y la estética?

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

1. ABBAGNANO, Nicola. Diccionario de Filosofía. México D.F., Editorial Efe. 1996.

2. ACHA, Juan. Crítica del Arte. México D.F., Editorial Trillas. 1997.

3. ÁLVAREZ, Lluis X. Signos Estéticos y Teoría. Crítica de las ciencias del arte. Barcelona (Esp.), Editorial Anthropos. 1986.

4. BOZAL, Valeriano (ed.). Historia de las Ideas Estéticas y de las Teorías Artísticas Contemporáneas. Vol. 1. Madrid, Editorial Visor. 1996.

5. FREIXA, Mireia. et al. Introducción a la Historia del Arte. Fundamentos teóricos y lenguajes artísticos. Barcelona (Esp.), Editorial Barcanova. 1991.

6. SÁNCHEZ VÁZQUEZ, Adolfo. Invitación a la Estética. México D.F., Editorial Grijalbo. 1992.

7. SOURIAU, Etienne. Diccionario Akal de Estética. Madrid, Editorial Akal. 1998.

8. TATARKIEWICS, Wladyslaw. Historia de Seis Ideas. Arte, belleza, forma, creatividad, mimesis, experiencia estética. Madrid, Editorial Tecnos. 1987.



[1] En definitiva, cuando la Estética aspira a producir un conocimiento objetivo, a construir un objeto teórico correspondiente (a la belleza o al arte) y hace que sus conceptos y proposiciones al respecto se articulen lógicamente configurando un sistema, entones la Estética es una ciencia. “(…) Explica esos valores, no lo instituye o prescribe; no los propone ni dicta normas para su realización (...) (Sánchez, 1992, p. 61).

[2] Lo que hoy día se nombra como “el arte” y “lo bello” no era tenido así en la antigüedad pues ambos conceptos eran distintos e independientes. Entre los pensadores de ese tiempo la doctrina del arte era llamada Poética, es decir, arte creadora de imágenes, mientras que la belleza al no poder ser incluida en el objeto creado queda excluida de aquella. La visión platónica se estructura desde una óptica metafísica instaurando la división entre Mundo Inteligible (de las Ideas) y Mundo sensible (mundo ilusorio de la apariencia sensible). El arte es tan sólo una copia (mimesis), ilusión, engaño a los sentidos, mediador y revelación del Ser supremo por medio de la materia. Los objetos que en mundo sensible se nos aparecen como “bellos”, lo son sólo en la medida en que participan de la Idea suprema. En contraposición a esta concepción platónica de la belleza ideal y suprasensible, su discípulo Aristóteles considera lo bello en las cosas empíricas (sensibles) y determina la proporción de las partes como componente real de la belleza.

Esta concepción de la belleza platónica-aristotélica se instauró en el pensamiento occidental hasta el siglo XVIII, al concebir la belleza en sentido clásico como una cualidad de las cosas (objetos) a espaldas e independientemente de la relación con el sujeto (hombre). El cambio decisivo se produce en el siglo XVIII cuando la determinación de lo bello, como eje de la reflexión estética se desplaza del objeto al sujeto (teorías de Hume, Burke, Adan Smith, entre otros). Lo bello entonces no radica en Es decir, “lo bello no está ya en el objeto, como una cualidad suya, sino en la actitud del sujeto hacia el objeto, que sólo por ella y no por sí mismo se consideraría bello” (Sánchez Vázquez, 1992, p. 49).

En la contemporaneidad las teorías de algunos como Fiedler, Worringer, Croce, Souriau, Ingarden, entre otros, asumen la Estética como una filosofía del arte y lo hacen a partir de la importancia que adquiere el arte en la época del renacimiento.

En el mundo griego hasta la Edad Media, el concepto de arte significaba destreza o habilidad tanto física como manual, para realizar algo de acuerdo a un conjunto de reglas o normas. Durante la edad Media se efectúa la diferenciación entre las artes liberales, intelectuales y “nobles”, propias del hombre libre y artes mecánicas o “innobles” por basarse en un oficio manual retribuido y realizado por un esfuerzo físico. Dentro de las artes liberales

se consideraban la gramática, lógica, retórica, aritmética, geometría, astronomía y música; entre las mecánicas estaban la arquitectura y las actuales artes figurativas. A mediados del siglo XVIII, se define el concepto de las bellas artes y se reivindican muchas de aquellas que durante la Edad media eran consideradas mecánicas; la arquitectura, puntura y escultura, se incluyen dentro de las artes privilegiadas a las que se le suman la música, poesía, retórica y danza. Véase: Wladyslaw Tatarkiewicz. Historia de seis ideas. Madrid, Editorial Tecnos, 1997. Vicenç Furió, et all. Introducción a la Historia del Arte. Fundamentos teóricos y lenguajes artísticos. Barcelona (Esp.), Barcanova, 1991.

[3] Sin embargo, a pesar de estar vinculadas, en algún momento la historia del arte le reclama a la estética que del universo de producciones artísticas se le constriña a los valores y principios del arte clásico, porque con ello estaría reduciendo a la unidad toda la diversidad histórica (Sánchez, 1992)

LA HISTORIA DEL ARTE

E. H. Gombrich

El arte y los artistas

No existe, realmente, el Arte. Tan sólo hay artistas. Éstos eran en otros tiempos hombres que cogían tierra coloreada y dibujaban toscamente las formas de un bisonte sobre las paredes de una cueva; hoy, compran sus colores y trazan carteles para las estaciones del metro. Entre unos y otros han hecho muchas cosas los artistas. No hay ningún mal en llamar arte a todas estas actividades, mientras tengamos en cuenta que tal palabra puede significar muchas cosas distintas, en épocas y lugares diversos, y mientras advirtamos que el Arte, escrita la palabra con A mayúscula, no existe, pues el Arte con A mayúscula tiene por esencia que ser un fantasma y un ídolo. Podéis abrumar a un artista diciéndole que lo que acaba de realizar acaso sea muy bueno a su manera, sólo que no es Arte. Y podéis llenar de confusión a alguien que atesore cuadros, asegurándole que lo que le gustó en ellos no fue precisamente Arte, sino algo distinto.

En verdad, no creo que haya ningún motivo ilícito entre los que puedan hacer que guste una escultura o un cuadro. A alguien le puede complacer un paisaje porque lo asocia a la imagen de su casa, o un retrato porque le recuerda a un amigo. No hay perjuicio en ello. Todos nosotros, cuando vemos un cuadro, nos ponemos a recordar mil cosas que influyen sobre nuestros gustos y aversiones. En tanto que esos recuerdos nos ayuden a gozar de lo que vemos, no tenemos por qué preocupamos. Únicamente cuando un molesto recuerdo nos obsesiona, cuando instintivamente nos apartamos de una espléndida representación de un paisaje alpino porque aborrecemos el depone de escalar, es cuando debemos sondeamos para hallar el motivo de nuestra repugnancia, que nos priva de un placer que, de otro modo, habríamos experimentado. Hay causas equivocadas de que no nos guste una obra de arte.

A mucha gente le gusta ver en los cuadros lo que también le gustaría ver en la realidad. Se trata de una preferencia perfectamente comprensible. A todos nos atrae lo bello en la naturaleza y agradecemos a los artistas que lo recojan en sus obras. Esos mismos artistas no nos censurarían por nuestros gustos. Cuando el gran artista flamenco Rubens dibujó a su hijo (ilustración 1), estaba orgulloso de sus agradables facciones y deseaba que también nosotros admiráramos al pequeño. Pero esta inclinación a los temas bonitos y atractivos puede convenirse en nociva si nos conduce a rechazar obras que representan asuntos menos agradables. El gran pintor alemán Alberto Durero seguramente dibujó a su madre (ilustración 2)

con tanta devoción y cariño como Rubens a su hijo. Su verista estudio de la vejez y la decrepitud puede producirnos tan viva impresión que nos haga apartar los ojos de él, y sin embargo, si reaccionamos contra esa primera aversión, quedaremos recompensados con creces, pues el dibujo de Durero, en su tremenda sinceridad, es una gran obra. En efecto, de pronto descubrimos que la hermosura de un cuadro no reside realmente en la belleza de su tema. No sé si los golfillos que el pintor español Murillo (ilustración 3)

se complacía en pintar eran bellos estrictamente o no, pero tal como fueron pintados por él, poseen desde luego gran encanto. Por otra parte, muchos dirían que resulta ñoño el niño del maravilloso interior holandés de Pieter de Hooch (ilustración 4),

pero igualmente es un cuadro delicioso.

La confusión proviene de que varían mucho los gustos y criterios acerca de la belleza. Las ilustraciones 5 y 6 son cuadros del siglo XV que representan ángeles tocando el laúd. Muchos preferirán la obra italiana de Melozzo da Forli (ilustración 5),

encantadora y sugestiva, a la de su contemporáneo nórdico Hans Memling (ilustración 6).

A mí me gustan ambas. Puede tardarse un poco más en descubrir la belleza intrínseca del ángel de Memling, pero cuando se lo consiga, la encontraremos infinitamente amable.

Y lo mismo que decimos de la belleza hay que decir de la expresión. En efecto, a menudo es la expresión de un personaje en el cuadro lo que hace que éste nos guste o nos disguste. Algunas personas se sienten atraídas por una expresión cuando pueden comprenderla con facilidad y, por ello, les emociona profundamente. Cuando el pintor italiano del siglo XVII Guido Reni pintó la cabeza del Cristo en la cruz (ilustración 7),

se propuso, sin duda, que el contemplador encontrase en este rostro la agonía y toda la exaltación de la pasión. En los siglos posteriores, muchos seres humanos han sacado fuerzas y consuelo de una representación semejante del Cristo. El sentimiento que expresa es tan intenso y evidente que pueden hallarse reproducciones de esta obra en sencillas iglesias y apartados lugares donde la gente no tiene idea alguna acerca del Arte.

Pero aunque esta intensa expresión sentimental nos impresione, no por ello deberemos desdeñar obras cuya expresión acaso no resulte tan fácil de comprender. El pintor italiano del medievo que pintó la crucifixión (ilustración 8),

seguramente sintió la pasión con tanta sinceridad como Guido Reni, pero para comprender su modo de sentir, tenemos que conocer primeramente su procedimiento. Cuando llegamos a comprender estos diferentes lenguajes, podemos hasta preferir obras de arte cuya expresión es menos notoria que la de la obra de Guido Reni. Del mismo modo que hay quien prefiere a las personas que emplean ademanes y palabras breves, en los que queda algo siempre por adivinar, también hay quien se apasiona por cuadros o esculturas en los que queda algo por descubrir. En los períodos más primitivos, cuando los artistas no eran tan hábiles en representar rostros y actitudes humanas como lo son ahora, lo que con frecuencia resulta más impresionante es ver cómo, a pesar de todo, se esfuerzan en plasmar los sentimientos que quieren transmitir.

Pero con frecuencia nos encontramos con quienes tropiezan con otra dificultad. Quieren admirar la destreza del artista al representar los objetos, y lo que más les gusta son cuadros en los que algo aparece «como si fuera de verdad». Ni por un momento he de negar que es ésta una consideración importante. La paciencia y la habilidad que conducen a la representación fidedigna del mundo visible son realmente dignas de admiración. Grandes artistas de otras épocas han dedicado muchos esfuerzos a obras en las que el más pequeño pormenor ha sido registrado cuidadosamente. El estudio a la acuarela de una liebre por Durero (ilustración 9)

es uno de los más famosos ejemplares de tan acendrada paciencia. Pero ¿quién diría que el dibujo de un elefante por Rembrandt (ilustración 10) es

forzosamente menos bueno porque presenta menos detalles? En realidad, Rembrandt fue tan mago que nos dio la sensación de la piel rugosa de un elefante con sólo unas cuantas líneas de su carboncillo.

Pero no sólo es el abocetamiento lo que molesta a los que prefieren que sus cuadros parezcan «de verdad». Aún sienten mayor aversión por obras que consideran dibujadas incorrectamente, en especial si pertenecen a época mucho más cercana a nosotros, en las que el artista «está obligado a saber más». En realidad, no existe misterio en estas distorsiones de la naturaleza, acerca de las cuales escuchamos tantas quejas en las discusiones en torno al arte moderno. Todo el que haya visto una película de Walt Disney lo sabe bien. Sabe que es perfectamente correcto dibujar cosas de modo distinto a como se presentan, cambiarlas y alterarlas de un modo u otro. El ratón Mickey no tiene gran cosa que ver con un ratón de verdad, pero la gente no escribe cartas indignadas a los directores de periódicos acerca de la longitud de su cola. Quienes penetran en el mundo encantado de Disney no se preocupan del Arte con A mayúscula. No van a ver sus películas armados con los mismos prejuicios que cuando van a ver una exposición de pintura moderna. Pero si un artista moderno dibuja algo a su manera peculiar, en seguida será considerado como un chapucero incapaz de hacerlo mejor. Ahora bien, pensemos como queramos de los artistas modernos, pero podemos estar seguros de que poseen conocimientos suficientes para dibujar con corrección. Si no lo hacen así es porque acaso sus razones sean muy semejantes a las de Disney. La ilustración 11

muestra una lámina de una Historia natural ilustrada por el famoso representante del arte moderno Pablo Picasso. Nadie encontrará, seguramente, Falta alguna en su deliciosa representación de una gallina con sus polluelos. Pero al dibujar un pollastrón (ilustración 12),

Picasso no se contentó con presentar la simple apariencia del ave, sino que se propuso revelar su agresividad y su estúpido engallamiento. En arras palabras, ha llegado a la caricatura; pero ¡qué penetrante caricatura!

Hay dos cosas, pues, que deberemos tener en cuenta siempre que creamos encontrar una falta de corrección en un cuadro. Una, si el artista no tuvo sus motivos para alterar la apariencia de lo que vio. Oiremos hablar mucho acerca de tales motivos, como la historia del arte nos revela. Otra, que nunca deberemos condenar una obra por estar incorrectamente dibujada, a menos que estemos completamente seguros de que el que está equivocado es el pintor y no nosotros. Todos nos inclinamos en seguida a aceptar el veredicto de que “las cosas no se presentan así”. Tenemos la curiosa costumbre de creer que la naturaleza debe aparecer siempre como en los cuadros a que estamos habituados. Es fácil ilustrar esto con un descubrimiento sorprendente, realizado no hace mucho. Millares de personas, durante siglos, han observado el galope de los caballos, han asistido a carreras y cacerías, han contemplado cuadros y grabados hípicos, con caballos en una carga de combate o al galope tras los perros. Ninguna de esas personas parece haberse dado cuenta de cómo se presenta realmente un caballo cuando corre. Pintores grandes y pequeños los han presentado siempre con las paras extendidas en el aire, como el gran pintor del siglo XIX Théodore GéricauIt en un famoso cuadro de las carreras de Epsom (ilustración 13).

Hace unos ciento veinte años, cuando la cámara fotográfica se perfeccionó lo suficiente como para poder tomar instantáneas de caballos en plena carrera, quedó demostrado que tanto los pintores como su público se habían equivocado por entero. Ningún caballo al galope se mueve del modo que nos parece tan «natural», sino que extiende sus paras en tiempos distintos al levantarlas del suelo (ilustración 14). Si

reflexionamos un momento, nos daremos cuenta de que difícilmente podría ser de otro modo. Y sin embargo, cuando los pintores comenzaron a aplicar este nuevo descubrimiento, y pintaron caballos moviéndose como efectivamente lo hacen, todos se lamentaban de que sus cuadros mostraran un error.

Sin duda que es éste un ejemplo exagerado, pero errores semejantes no son en modo alguno tan infrecuentes como podemos creer. Propendemos a aceptar colores o formas convencionales como si fuesen exactos. Los niños acostumbran creer que las estrellas deben ser «estrelladas", aunque realmente no lo son. Las personas que insisten en que el cielo de un cuadro tiene que ser azul, y las hierbas verdes, no se conducen de manera muy distinta que los niños. Se indignan si ven otros colores en un cuadro, pero si procuramos olvidar cuanto hemos oído acerca de las verdes hierbas y los cielos azules, y contemplamos las cosas como si acabáramos de llegar de otro planeta en un viaje de descubrimiento y las viéramos por primera vez, encontraríamos que las cosas pueden adoptar las coloraciones más sorprendentes. Los pintores, ahora, proceden como si realizaran semejante viaje de descubrimiento. Quieren ver el mundo con un nuevo mirar, soslayando todo prejuicio e idea previa acerca de si la carne es rosada, y las manzanas, verdes o rojas. No es fácil desembarazarse de esas ideas preconcebidas, pero los artistas que mejor lo consiguen producen con frecuencia las obras más interesantes. Ellos son los que nos enseñan a contemplar nuevos atractivos en la naturaleza, la existencia de los cuales nunca nos pudimos imaginar. Si les seguimos atentamente y aprendemos algo de ellos, hasta una simple ojeada desde nuestra ventana puede convertirse en una maravillosa aventura.

No existe mayor obstáculo para gozar de las grandes obras de arte que nuestra repugnancia a despojamos de costumbres y prejuicios. Un cuadro que represente un tema familiar de manera inesperada es condenado a menudo por no mejor razón que la de no parecer exacto. Cuanto más frecuentemente hemos visto aparecer un tema en arte, tanto más seguros estamos de que tiene que representarse siempre de manera análoga. Respecto a los temas bíblicos, en especial, tal creencia llega al máximo. Aunque sabemos que las Sagradas Escrituras nada nos dicen acerca de la fisonomía del Cristo, y que el Dios mismo no puede ser representado en forma humana, y aunque sabemos que fueron los artistas del pasado quienes primeramente crearon las imágenes a las que nos hemos acostumbrado, muchos se inclinan todavía a creer que apartarse de esas formas tradicionales constituye una blasfemia.

En realidad, acostumbraban ser los artistas que leían las Sagradas Escrituras más devota y atentamente quienes trataban de imaginar una representación completamente nueva de los temas de la historia sagrada. Procuraban olvidar todos los cuadros que habían visto, para representar cómo debió aparecer en realidad el Cristo niño en el pesebre y los pastores que venían a adorarle, o cómo empezaron unos pescadores a predicar el evangelio. Ocurrió una y otra vez que semejantes esfuerzos de un gran artista para leer el viejo texto con ojos enteramente nuevos sorprendió e irritó a gentes irreflexivas. Un escándalo típico de esta clase se produjo en torno a Caravaggio, artista verdaderamente atrevido y revolucionario que pintó hacia 1600. Le fue encomendado un cuadro de san Mateo para el altar de una iglesia de roma. El santo tenía que ser representado escribiendo el evangelio, y, para que se viera que los evangelios eran la palabra de Dios, tenía que aparecer un ángel inspirándole sus escritos. Caravaggio, que era un joven artista apasionado y sin prejuicios, consideró cuán penosamente un pobre anciano jornalero, y sencillo publicano, se habría puesto de pronto a escribir un libro. Así pues, pintó a san Mateo (ilustración 15)

con la cabeza calva y descubierta, los pies llenos de polvo, sosteniendo torpemente el voluminoso libro, la frente arrugada bajo la insólita necesidad de escribir. A su lado pintó un ángel adolescente, que parece acabado de llegar de lo alto, y que guía con suavidad la mano del trabajador, como puede hacer un maestro con un niño. Cuando Caravaggio hizo entrega de su obra a la iglesia en cuyo altar tenía que ser colocada, la gente se escandalizó por considerar que carecía de respeto hacia el santo. El cuadro no fue aceptado, y Caravaggio tuvo que repetirlo. Esta vez no quiso aventurarse y se atuvo estrictamente a las ideas usuales acerca de cómo tenía que ser representado un ángel o un santo (ilustración 16).

La nueva obra sigue siendo excelente, pues Caravaggio hizo todo lo posible por que resultara interesante y llena de vida, pero advertimos que es menos honrada y sincera que la anterior.

La anécdota revela los perjuicios que pueden ocasionar quienes desprecian y censuran las obras de arte por motivos erróneos. La idea más importante con la que tenemos que familiarizarnos es que las que nosotros llamamos obras de arte no constituyen el resultado de alguna misteriosa actividad, sino que son objetos realizados por y para seres humanos. Un cuadro parece algo muy distante cuando está, con su cristal y su marco, colgado de la pared: y en nuestros museos, muy justamente, está prohibido tocar los objetos a la vista. Pero originariamente fueron hechos para ser tocados y manejados, comprados, admitidos o rechazados. Pensemos también que cada uno de sus trazos es resultado de una decisión del artista: que pudo reflexionar acerca de ellos y cambiarlos muchas veces, que pudo titubear entre quitar aquel árbol del fondo o pintarlo de nuevo, que pudo haberse complacido en conferir, mediante una hábil pincelada, un insólito resplandor a una nube iluminada por el sol, y que colocó tal o cual ilustración con desgana ante la insistencia del comprador. Muchos cuadros y esculturas que cuelgan ahora a lo largo de las paredes de nuestros museos y galerías no se concibieron para ser gozados artísticamente, sino que se ejecutaron para una determinada ocasión y con un propósito definido, que estuvieron en la mente del artista cuando éste se puso a trabajar en ellos.

Por otra parte, esas nociones con las que nosotros, como intrusos, generalmente abrumamos a los artistas, ideas acerca de la belleza y la expresión, raramente son mencionadas por ellos. No siempre ha sido así, pero lo fue durante muchos siglos en el pasado, y vuelve a suceder ahora. La razón de esto se halla, en parte, en el hecho de que los artistas son, por lo general, gente callada, hombres que considerarían embarazoso emplear palabras tan grandilocuentes como Belleza. Se juzgarían presuntuosos si hablaran de «expresar sus emociones» y otras frases teatrales por el estilo. Tales cosas las dan por supuestas y consideran inútil hablar de ellas. Esta es una razón, al parecer, convincente. Pero existe otra. En las preocupaciones cotidianas del artista, esas ideas desempeñan un papel menos importante de lo que, a mi entender, sospecharían los profanos. Lo que le preocupa a un artista cuando proyecta un cuadro, realiza apuntes o titubea acerca de cuándo ha de dar por concluida su obra, es algo mucho más difícil de expresar con palabras. Él tal vez diría que lo que le preocupa es si ha acertado. Ahora bien, solamente cuando hemos comprendido lo que el artista quiere decir con tan simple palabra como acertar, empezamos a comprender efectivamente.

Considero que únicamente podemos confiar en esta comprensión si examinamos nuestra propia experiencia. Claro es que no somos artistas, que nunca nos hemos propuesto pintar un cuadro ni se nos ha pasado tal idea por la cabeza. Pero esto no quiere decir que no nos hayamos encontrado frente a problemas semejantes a los que integran la vida del artista. En efecto, estoy deseoso de demostrar que difícilmente habrá nadie que no haya, cuando menos, vislumbrado problemas de tal índole, aun en el terreno más modesto.

Quien quiera que haya tratado de componer un ramo de flores, mezclando y cambiando los colores, poniendo un poco aquí y quitando allí, ha experimentado esa extraña sensación de equilibrar formas y matices, sin ser capaz de decir exactamente qué clase de armonía es la que se ha propuesto conseguir. Hemos advertido: una mancha de rojo aquí lo altera todo; o este azul está muy bien, pero no va con los otros colores; y de pronto, una rama de verdes hojas parece acertarlo todo. «No tocarlo más -decimos-, ahora está perfecto. No todo el mundo, lo admito, pone tanto cuidado en arreglar flores, pero casi todo el mundo tiene algo que desea colocar con acierto. Puede tratarse de encontrar el cinturón acertado que haga juego con cierto vestido, o de cualquier otra cosa que en nuestra vida cotidiana nos salga al paso. Por trivial que pueda ser, en cada caso percibimos que un poco de más o un poco de menos rompe el equilibrio, y que sólo hay una proporción en la que la cosa es como debe ser.

Las personas que se preocupan de este modo respecto a las flores o los vestidos pueden parecemos exageradas, porque sentimos que tales cosas no merecen demasiada atención. Pero lo que en ocasiones puede constituir una mala costumbre en la vida real y es, por ello, suprimido o disimulado, puede encajar perfectamente en el terreno del arre. Cuando se trata de reunir formas o colocar colores, un artista debe ser siempre exagerado o, más aún, quisquilloso en extremo. Él puede ver diferencias en formas y matices que nosotros apenas advertiríamos. Por añadidura, su tarea es infinitamente más compleja que todas las experiencias que nosotros podamos realizar en nuestra vida corriente. No sólo tiene que equilibrar dos o tres colores, formas o calidades, sino que jugar con infinitos matices. Tiene, literalmente, sobre la tela, centenares de manchas y de formas que debe combinar hasta que parezcan acertadas. Una mancha verde, de pronto puede parecer amarilla porque ha sido colocada demasiado cerca de un azul fuerte; puede percibir que todo se ha echado a perder, que hay una nota violenta en el cuadro y que necesita comenzar de nuevo. Puede forcejear en torno a este problema; pasar noches sin dormir pensando en él; estarse todo el día delante del cuadro tratando de colocar un toque de color aquí o allí, y borrarlo todo otra vez, aunque no podamos damos cuenta del cambio. Pero cuando ha vencido todas las dificultades sentimos que ha logrado algo en lo que nada puede ser añadido, algo que está verdaderamente acertado, un ejemplo de perfección en nuestro muy imperfecto mundo.

Tómese, por ejemplo, una de las famosas madonas de Rafael, La Virgen del prado (ilustración 17).

Es bella y atractiva, sin duda; los personajes están admirablemente dibujados, y la expresión de la Virgen mirando a los dos niños es inolvidable. Pero si observamos los apuntes de Rafael para este cuadro (ilustración 18),

empezamos a damos cuenta de que todo eso no le preocupó mucho. Lo daba por supuesto. Lo que una y otra vez trató de conseguir fue el acertado equilibrio entre las figuras, la exacta relación entre ellas, que debía producir el más armonioso conjunto. En el rápido apunte del ángulo izquierdo, pensó dejar al Cristo niño avanzando y volviéndose a mirar a su madre, e intentó distintas posturas para la cabeza de esta última que se correspondieran con el movimiento del niño. Después decidió volver al niño hacia atrás y dejar que la mirara. Intentó otra colocación, esta vez introduciendo al pequeño san Juan, pero en lugar de dejar al Cristo mirándole, lo puso mirando fuera del cuadro. Después hizo otro intento –evidentemente impacientándose ya- colocando la cabeza del niño en distintas actitudes. Hay varias páginas como ésta en su cuaderno de apuntes, en las cuales trata una y otra vez de combinar de la mejor manera estas tres figuras. Pero si volvemos ahora al cuadro terminado veremos que, al final, acertó con la más adecuada. Todo parece hallarse en el lugar que le corresponde, y el equilibrio y armonía que consiguió Rafael tras su ardua labor parecen tan naturales y sin esfuerzo que apenas podemos damos cuenta de ello. Y es esa armonía y ese equilibrio los que hacen más hermosa la hermosura de la Virgen y más delicada la delicadeza del Cristo niño y de san Juan niño.

Resulta fascinante observar a un artista luchando de este modo por conseguir el equilibrio justo, pero si le preguntáramos por qué hizo tal cosa o suprimió aquella otra, no sabría contestamos. No siguió ninguna regla fija. Intuyó lo que tenía que hacer. Es cierto que algunos artistas, o algunos críticos en determinadas épocas, han tratado de formular las leyes de su arte; pero inevitablemente resulta que los artistas mediocres no consiguen nada cuando tratan de aplicar leyes semejantes, mientras que los grandes maestros podrían prescindir de ellas y lograr sin embargo una nueva armonía como nadie imaginara anteriormente. Cuando el gran pintor inglés sir Joshua Reynolds explicaba a sus alumnos de la Real Academia que el azul no debe ser colocado en los primeros términos del cuadro, sino ser reservado para las lejanías del fondo, las colinas que se desvanecen en el horizonte, su rival Gainsborough -según se cuenta- quiso demostrar que tales reglas académicas son por lo general absurdas; con este fin pintó su famoso Blue Boy (Muchacho azul), cuyo ropaje azul, en la parte central del primer término, se yergue triunfante contra la coloración –cálida- del fondo.

La verdad es que resulta imposible dictar normas de esta clase, porque nunca se puede saber por anticipado qué efectos desea conseguir el artista. Puede incluso permitirse una nota aguda o violenta si percibe que en ella está el acierto. Como no existen reglas que nos expliquen cuándo un cuadro o una escultura está bien, por lo general es imposible explicar exactamente con palabras por qué creemos hallamos frente a una obra maestra. Pero esto no quiere decir que una obra dada sea tan buena como cualquier otra, o que no se pueda discutir en cuestión de gustos. Si no a otra finalidad, tales discusiones nos llevan a contemplar los cuadros y, cuanto más lo hacemos así, más cosas advertimos en ellos que anteriormente se nos habían pasado por alto. Empezamos a sentir mejor la clase de armonía que cada generación de artistas ha tratado de conseguir. Y cuanto más claramente la percibamos, mejor gozaremos de ella, lo cual es, a fin de cuentas, aquello de lo que se trata. El antiguo refrán de que «Sobre gustos no hay nada escrito» puede ser verdad, pero no debe negarse el hecho comprobado de que el gusto puede desarrollarse. He aquí una experiencia corriente acerca de que todo el mundo puede tener sus gustos en una esfera modesta. A las personas que no acostumbran beber té, una infusión puede parecerles igual que otra. Pero si tienen tiempo, deseos y oportunidad para darse a la búsqueda de los refinamientos posibles, pueden llegar a convertirse en verdaderos connaisseurs, capaces de distinguir exactamente qué tipo de infusión prefieren, y su mayor conocimiento les llevará a un mejor paladeo de lo que elijan.

Claro está que el gusto en arte es algo infinitamente más complejo que en lo que se refiere a manjares o bebidas. No sólo se trata de descubrir una variedad de aromas sutiles, sino algo más serio e importante. Después de todo, ya que los grandes maestros se han entregado por entero a esas obras, han sufrido por ellas y por ellas han sudado sangre, a lo menos que tienen derecho es a pedirnos que tratemos de comprender lo que se propusieron realizar.

Nunca se acaba de aprender en lo que al arte se refiere. Siempre existen cosas nuevas por descubrir. Las grandes obras de arte parecen diferentes cada vez que uno las contempla. Parecen tan inagotables e imprevisibles como los seres humanos. Es un inquieto mundo propio, con sus particulares y extrañas leyes, con sus aventuras propias. Nadie debe creer que lo sabe todo en él, porque nadie ha podido conseguir tal cosa. Nada, sin embargo, más importante que esto precisamente: para gozar de esas obras debemos tener una mente limpia, capaz de percibir cualquier indicio y hacerse eco de cualquier armonía oculta; un espíritu capaz de elevarse por encima de todo, no enturbiado con palabras altisonantes y frases hechas. Es infinitamente mejor no saber nada acerca del arte que poseer esa especie de conocimiento a medias propio del esnob. El peligro es muy frecuente. Hay personas, por ejemplo, que han comprendido las sencillas cuestiones que he tratado de señalar en este capítulo y que saben que hay grandes obras de arte que no poseen ninguna de las cualidades evidentes de belleza, expresión y corrección de dibujo; pero han llegado a enorgullecerse tanto de lo que saben, que pretenden no gustar sino de aquellas obras que ni son bellas ni están correctamente dibujadas. Les obsesiona el temor de ser consideradas incultas si confiesan que les gusta una obra demasiado claramente agradable o emotiva. Terminan por ser esnobs, perdiendo el verdadero disfrute del arte y llamando «muy interesante» a todo aquello que verdaderamente encuentran repulsivo. Me ofendería ser responsable de una incomprensión de esta índole. Preferiría no ser creído en absoluto que serlo de semejante manera.

En los capítulos que siguen trataré de la historia del arte, que es la historia de la construcción de edificios y de la realización de cuadros y estatuas. Creo que conociendo algo de esta historia ayudaré a comprender por qué los artistas proceden de un modo peculiar, o por qué se proponen producir determinados efectos. Más que nada, éste es un buen modo de formar vuestra manera de ver las características peculiares de las obras de arte y de acrecentar vuestra sensibilidad para los más finos matices de diferencia. Acaso sea éste el único medio de aprender a gozarlas en sí mismas; pero no está exento de peligros. A veces observamos a ciertas personas que pasean a lo largo de un museo con el catálogo en la mano. Cada vez que se detienen delante de un cuadro buscan afanosamente su número. Podemos, verlas manosear su catálogo, y tan pronto como han encontrado el título o el nombre se van. Podían, perfectamente haberse quedado en casa, pues apenas si han visto el cuadro. No han hecho más que revisar el catálogo. Se trata de inteligencias de corto alcance que no están hechas para la contemplación gozosa de ninguna obra de arte.

Quienes han adquirido conocimiento de la historia del arte corren el riesgo, a veces, de caer en estas trampas. Cuando ven una obra de arte no se detienen a contemplarla, sino que buscan en su memoria el rótulo correspondiente. Pueden haber oído decir que Rembrandt fue famoso por su chiaroscuro -que es, en italiano, la denominación técnica del contraste de luz y sombra- y por eso mueven la cabeza significativamente al ver un Rembrandt, murmurando: «¡Maravilloso chiaroscuro”), y pasan al cuadro siguiente. Deseo verme enteramente libre de caer en ese peligro de conocimiento a medias y esnobismo, pues todos corremos el riesgo de sucumbir a tales tentaciones, y un libro como éste puede aumentarlas. Me gustaría ayudar a abrir los ojos, no a desatar las lenguas. Hablar diestramente acerca del arte no es muy difícil, porque las palabras que emplean los críticos han sido usadas en tantos sentidos que ya han perdido toda precisión. Pero mirar un cuadro con ojos limpios y aventurarse en un viaje de descubierta es una tarea mucho más difícil, aunque también mucho mejor recompensada. Es difícil precisar cuánto podemos traer con nosotros al regreso.

Ilustraciones:

1. Pedro Pablo Rubens. Retrato de su hijo Nicolás. h. 1620. Lápiz negro y rojo sobre papel, 25,2 x 20,3 cm; Galeria Albertina, Viena.

2. Alberto Durero. Retrato de su madre, 1514. Lápiz negro sobre papel, 42,1 x 30,3 cm; Gabinete de Estampas del Museo Nacional, Berlín.

3. Bartolomé Esteban Murillo. Golfillos, h. 1670-1675. Óleo sobre lienzo, 146 x 108 cm; Antigua Pinacoteca, Munich.

4. Pieter de Hooch. Mujer pelando manzanas en un interior, 1663. Óleo sobre lienzo, 70,5 x 54,3 cm; colección Wallace, Londres.

5. Melozzo da Forlì. Ángel, h. 1480. Fresco, detalle; Pinacoteca, Vaticano.

6. Hans Memling. Ángel, h. 1490. Detalle de un retablo; óleo sobre tabla; Real Museo de Bellas Artes, Amberes.

7. Guido Reni. El Cristo coronado de espinas, h. 1639-1640. Óleo sobre lienzo, 62 x 48 cm; Museo del Louvre, París.

8. Maestro toscano. Cabeza del Cristo, h. 1175-1225. Detalle de una crucifixión; temple sobre tabla; Galería de los Uffizi, Florencia.

9. Alberto Durero. Liebre, 1502. Acuarela y aguada sobre papel, 25 x 22,5 cm; Galería Albertina, Viena.

10. Rembrandt van Rijn. Elefante, 1637. Lápiz negro sobre papel, 23 x 34 cm; Galería Albertina, Viena.

11. Pablo Picasso. Gallina con polluelos, 1941-1942. Grabado, 36 x 28 cm; ilustración para Historia natural, de Buffon.

12. Pablo Picasso. Gallo, 1938. Carboncillo sobre papel, 76 x 55 cm; colección particular.

13.Théodore Géricault. Carreras de caballos en Epsom, 1821. Óleo sobre lienzo, 92 x 122,5 cm; Museo del Louvre, París.

14. Eadweard Muybridge. Caballo al galope, 1872. Secuencia fotográfica; Museo Kingston-upon-Thames.

15. Caravaggio. San Mateo, 1602. Pintura de altar; óleo sobre lienzo, 223 x 183 cm; destruido; antiguamente, en el Museo del Káiser Federico, Berlín.

16. Caravaggio. San Mateo, 1602. Pintura de altar; óleo sobre lienzo, 296,5 195 cm; iglesia de S. Luigi dei Francesi, Roma.

17. Rafael. La Virgen del prado, 1505-1506. Óleo sobre tabla, 113 x 88 cm; Museo de Arte e Historia, Viena.

18. Rafael. Cuatro estudios para La Virgen del prado, 1505-1506. Página de un cuaderno de apuntes; pluma y tinta sobre papel, 36,2 x 24,5 cm; Galería Albertina, Viena.

EL SENTIDO DE LA BELLEZA

George Santayana

INTRODUCCIÓN

El sentido de la belleza tiene un lugar más importante en la vida que el que a la teoría estética ha correspondido nunca en la filosofía. Las artes plásticas, con la poesía y la música, son los monumentos más conspicuos de este interés humano, porque atraen solamente la contemplación, y sin embargo han logrado que se ponga a su servicio, en todas las eras civilizadas, una cantidad de esfuerzo, genio y reverencia escasamente inferior a la otorgada a la industria, a la guerra o a la religión. Sin embargo, las bellas artes, en las que el sentimiento estético se ofrece casi puro, no son en modo alguno la única esfera en la cual el hombre muestra su susceptibilidad a la belleza. En todos los productos de la industria humana advertimos la agudeza con que la vista es atraída por la simple apariencia de las cosas: grandes sacrificios de tiempo y trabajo se hacen para ello en las más vulgares manufacturas; el hombre no escoge su morada, sus prendas de vestir, o a sus compañeros, sin tomar en cuenta el efecto que ejercen sobre sus sentimientos estéticos. Últimamente hasta hemos llegado a saber que las formas de muchos animales se deben a la supervivencia, por selección sexual, de los colores y las figuras que más placen a la vista. Por eso, debe haber en nuestra naturaleza una tendencia radicalísima y muy difundida a observar la belleza y a valorada. Ninguna descripción de los principios del intelecto puede ser suficiente si pasa por alto una facultad tan conspicua.

El hecho de que la teoría estética haya merecido tan escasa atención no es debido a la poca importancia del tema que es su objeto, sino más bien a la falta de un motivo adecuado para especular acerca de ella y al poco éxito de los esfuerzos ocasionales por abordado. La curiosidad absoluta y el afán de comprensión por su sola causa, no son estímulos a que nos sea fácil dar rienda suelta con frecuencia: no sólo requieren libertad de acción, sino, lo que es más raro, libertad de prejuicios y de aversión por todas aquellas ideas que no constituyen el objetivo habitual de nuestro pensamiento.

Ahora bien, lo que más que nada ha sostenido esa especulación que conocemos ha sido la pasión teológica o el uso práctico, en su caso. Así, por ejemplo, todo lo que se ha escrito sobre la belleza puede dividirse en dos grupos: el de aquellos escritos en que los filósofos han interpretado los hechos estéticos a la luz de sus principios metafísicos y han hecho de sus respectivas teorías del gusto de lo bello un corolario o una simple nota de pie de página en sus sistemas, y ese otro grupo formado por artistas y críticos que se han aventurado por el campo filosófico generalizando en cierta medida las máximas del arte o los comentarios del observador sensible. Muy raramente se ha tratado el tema a la vez en forma directa y teórica: los problemas de la naturaleza y la moral han atraído a los razonadores, y los artistas se han enfrascado en la descripción y la creación de la belleza; entre una y otra actitudes, el efecto sobre la experiencia estética ha sido infructuoso o incoherente.

Una circunstancia que ha contribuido también a la ausencia o al fracaso de la especulación estética es la subjetividad del fenómeno sobre el cual versa. El hombre siente un prejuicio en contra de sí mismo: todo lo que es producto de su mente se le antoja irreal o relativamente insignificante. Sólo nos sentimos satisfechos cuando se nos figura estar rodeados de objetos y leyes independientes de nuestra naturaleza. Los antiguos meditaron largamente sobre la constitución del universo, antes de darse cuenta de ese estado de espíritu, que es el instrumento de toda especulación. Los modernos, asimismo, aun dentro del campo de la psicología, han estudiado primero la función de la percepción y la teoría del conocimiento, por los cuales parece ser que estamos informados acerca de las cosas externas; pero, relativamente, han desdeñado el compartimiento, exclusivamente subjetivo y humano, de la imaginación y la impresión emocional. Tenemos aún que reconocer en la práctica la verdad de que es de estos mismos menospreciados sentimientos que nos son propios de donde la percepción deriva todo su valor, si es que no también su existencia. Las cosas tienen interés porque nos cuidamos de ellas, e importancia porque las necesitamos. Si nuestras percepciones no guardasen relación con nuestros placeres, no tardaríamos en apartar la vista de este mundo; si nuestra inteligencia no fuera útil a nuestras pasiones, llegaríamos a dudar, en la indolente libertad del ensueño, de si dos y dos suman cuatro.

No obstante, es tan vigoroso el sentimiento general de la invalidez e insignificancia de las cosas puramente emotivas, que quienes han abordado seriamente los problemas de la moral conscientes de su dignidad, se han sentido frecuentemente inclinados a tratar de descubrir algún derecho; y belleza externos de los cuales nuestros sentimientos morales y estéticos no serían sino percepciones o descubrimientos, bien así como nuestra actividad intelectual es, a juicio de los hombres, una percepción o descubrimiento del hecho externo. Estos filósofos parecen entender que, a menos que los juicios morales y estéticos sean expresiones de la verdad objetiva y no meramente expresiones de la naturaleza humana, están condenados a una trivialidad sin remedio. Sin embargo, un juicio no es trivial porque repose en los sentimientos humanos; antes al contrario, la trivialidad consiste en la abstracción de los intereses comunes al hombre; únicamente son de veras insignificantes aquellos juicios y opiniones que vagan fuera del alcance de la verificación y que carecen de función en el ordenamiento y el enriquecimiento de la existencia.

Mucho daño ha hecho tanto a la ética como a la estética el prejuicio contra lo subjetivo. Y si el daño no ha sido mayor, ello se debe a que entrambas se refieren a una materia que es parcialmente objetiva. La ética se las entiende con la conciencia tanto como con la emoción, y por eso considera las causas de los hechos y sus consecuencias así como nuestros juicios sobre sus valores respectivos. La estética, igualmente, es capaz de incluir la historia y la filosofía del arte, y de agregar bastante material descriptivo y crítico a la teoría de nuestra sensibilidad a la belleza. Por eso se han introducido ciertas confusiones en estos estudios, pero al mismo tiempo el examen de estas materias se aviva con incursiones en compartimientos adyacentes, quizá más interesantes para el lector en general.

Empero, podemos distinguir tres elementos diferentes de ética y estética, y tres formas diversas de abordar el tema. En primer término se encuentra el ejercicio de la facultad moral o estética propiamente dicha, el pronunciamiento real del juicio y el hecho de formular alabanzas, censuras y preceptos. No es cuestión de ciencia, sino de carácter, de entusiasmo, finura de percepción y pureza de emoción. Trátase de actividad moral o estética, en tanto que la ética y la estética, como ciencias, son actividades intelectuales cuya materia es la actividad estética o moral.

El segundo método consiste en la explicación histórica de la conducta o del arte como una parte de la antropología, y trata de descubrir las condiciones de diversos tipos de caracteres, formas de política, concepciones de justicia y escuelas de crítica y arte. De esta índole es gran parte de lo que se ha escrito sobre estética. La filosofía del arte ha resultado a veces un tema más tentador que la psicología del gusto, especialmente para aquellos espíritus a quienes no impresionaba tanto la belleza en sí como el curioso problema del instinto artístico en el hombre y de la diversidad de sus manifestaciones en la historia.

El tercer método, en ética y estética, es psicológico, así como los otros dos son, respectivamente, didáctico e histórico. Trata de la moral y de los juicios estéticos en cuanto fenómenos del entendimiento y productos de la evolución mental. Aquí, el problema estriba en comprender el origen y las condiciones de estos sentimientos y su relación con el resto de nuestra economía. Tal averiguación, si se practica con éxito, permitiría entender las razones por las cuales creemos que algo es correcto o bello, equivocado o feo; de esta suerte, pondría de manifiesto las raíces de la conciencia y del gusto en la naturaleza humana y nos permitiría distinguir las preferencias e ideales transitorios que dependen de condiciones peculiares, de aquellos otros que, por brotar de los elementos intelectuales que todos los hombres comparten, son relativamente permanentes y universales.

A este examen, en lo que concierne a la estética, se dedican las páginas que siguen. Ninguna tentativa se hará de imponer apreciaciones particulares ni de investigar la historia del arte y de la crítica. El estudio se limitará a la índole y a los elementos de nuestros juicios estéticos. Es una investigación teórica y carece de toda cualidad exhortatoria. Pero el ahondar en los fundamentos de nuestras preferencias, hasta donde pueda llegarse, no dejaría de ejercer una benéfica y purificadora influencia sobre ellas. Nos mostraría la futilidad de un dogmatismo que impusiera a otro hombre juicios y sensaciones que en la constitución y en la experiencia de éste carecieran del necesario asiento; y a la vez nos relevaría de todo indebido apocamiento o de toda excesiva tolerancia para con las aberraciones del gusto, al ser conscientes de cuáles son los más dilatados ámbitos de preferencia y los hábitos que contribuyen a que sea mayor y más diversificado el goce estético.

Por eso, aunque nada ha sido por lo general menos atrayente que los tratados de belleza o menos guía del gusto que las disquisiciones acerca del mismo, podemos, no obstante, esperar de estos estudios algunos beneficios no simplemente teóricos. Si hasta ahora han solido carecer de influencia práctica, ello se debe a que se han llevado a cabo en condiciones desfavorables. Por lo general, quienes sobre el particular han escrito han sido audaces metafísicos y críticos un tanto incompetentes, que mostraron principios comunes y oscuros, sugeridos por otros puntos de sus respectivas filosofías, como si fueran las condiciones de la excelencia artística y la esencia de la belleza. Pero si el análisis se acerca a la realidad de los sentimientos, cabe confiar en que la teoría resultante tenga un efecto esclarecedor sobre la experiencia en que se funda. Para eso se emplea, después de todo, la teoría. Una teoría mala reduce nuestra capacidad de observación y hace que toda apreciación sea supletoria y formal; una buena teoría reacciona favorablemente sobre nuestras potencias, encauza la atención hacia lo que es verdaderamente capaz de proporcionar entretenimiento e incrementa, por virtud de nuevas analogías, el radio de acción de nuestro interés. La especulación es un mal si impone una organización extraña sobre nuestra vida mental; es buena si se limita a revelar, y a perfeccionar con el ejercicio, la organización ya inherente a dicha vida.

Por ello, vamos a estudiar la sensibilidad humana propiamente dicha y nuestros sentimientos reales sobre la belleza, y nos abstendremos de escudriñar causas más profundas e inconscientes de nuestro conocimiento estético. Todo valor perteneciente a las derivaciones metafísicas de la naturaleza de la belleza les es atribuido no porque ellas expliquen nuestras sensaciones primarias, lo que les es imposible hacer, sino porque expresan, y de hecho constituyen, algunas de nuestras subsecuentes apreciaciones. Por ejemplo, no tiene sentido el llamar belleza a un esbozo de los atributos divinos. Semejante relación, de ser real, no nos ayudaría de ningún modo a comprender por qué causaban gozo los símbolos de la divinidad. Mas en ciertos momentos de contemplación, cuando queda tras nosotros mucha experiencia sensorial y hemos alcanzado nociones muy generales, tanto de la naturaleza como de la vida, nuestro deleite en un objeto particular tal vez pueda no consistir en otra cosa que el pensamiento de que tal objeto es una manifestación de los principios universales. El firmamento azul puede llegar a complacer principalmente porque semeja la imagen de una conciencia serena o de la eterna juventud y pureza de la naturaleza tras millares de corrupciones parciales. Pero esta facultad expresiva del firmamento es debida a ciertas cualidades de la sensación que la vinculan a todas las cosas dichosas y puras, y una mente, en la que la esencia de la pureza y la felicidad se incorpora a una noción de Dios, queda ligada también a esta noción.

Así, pues, puede acontecer que las teorías más arbitrarias e irreales, que hay que rechazar como explicaciones en general de la vida estética, hayan de ser reinstauradas como momentos particulares de ella. Esas intuiciones que llamamos platónicas son poco científicas; apenas explican los fenómenos o sólo rozan la verdadera ley de las cosas, mas con frecuencia son la expresión suprema de esa misma actividad que no llegan a hacer comprensible. El rendido amante no puede comprender la historia natural del amor porque se encuentra absolutamente en la fase última y suprema de su desarrollo. De aquí la confusión que siempre ha habido al juzgar a los platónicos; sus teorías son desorbitadas y, sin embargo, su sabiduría nos parece muy grande... El platonismo es una expresión muy bella y sutil de nuestros instintos naturales, abarca la conciencia y expresa nuestras más recónditas esperanzas. Por eso los filósofos platónicos tienen una autoridad natural, por mantenerse en alturas a las que el vulgo no puede remontarse, si bien aspira a alcanzarlas de una manera espontánea, semiinconsciente.

Cuando alguien nos dice que la belleza es la manifestación de Dios a los sentidos, queremos poder entenderle, buscamos a tientas una honda verdad en su oscuridad, lo honramos por su elevación de pensamiento, y hasta el respeto que nos merece puede inducimos a aseverar lo que él dice como una proposición inteligible. Por consiguiente, nuestro pensamiento podrá después estar siempre dominado por un dogma verbal, en torno al cual todas nuestras simpatías y antipatías se apresurarán a girar, y cuanto menos hayamos penetrado el sentido original de nuestro credo, más absolutamente lo creeremos. Habremos seguido el consejo de Mefistófeles:

Im ganzen haltet euch am Worte.

So geht euch durch die sichere Pforte

Zum Tempel der Gewissheit ein.

Pero la reflexión puede habernos hecho ver que las palabras del maestro no tenían en cuenta objetivamente la índole y el origen de la belleza sino que eran la expresión vaga de sus sensaciones, sumamente complejas.

Uno de los atributos de Dios, una de las perfecciones que apreciamos en la idea que de él nos hacemos, es que no existe dualidad u oposición entre su voluntad y su visión, entre los impulsos de su naturaleza y de los acontecimientos de su existencia. Esto es lo que comúnmente designamos como omnipotencia y creación. Ahora bien, en la contemplación de la belleza, nuestra facultad de percibir tiene la misma perfección: sin duda, es de la experiencia de la belleza y de la felicidad, de la armonía ocasional entre nuestro modo de ser y nuestro medio ambiente, de donde extraemos nuestra concepción de la existencia divina. Es realmente apropiado, entonces, caracterizar la belleza como una manifestación de Dios a los sentidos, toda vez que, en la religión sensorial, la percepción de la belleza ejemplifica esa suficiencia y perfección que, en términos generales, objetivamos en una idea de Dios.

Pero los pensamientos que moran en la atmósfera de estas analogías apenas son aquellos que se cuidarán de inquirir cuáles son las condiciones y las variedades de esta perfección funcional, o, en otras palabras, cómo acontece que percibamos la belleza de algún modo, o que tengamos alguna insinuación de la divinidad. Tan sólo los otros filósofos, los que se revuelcan en la pocilga de Epicuro, saben algo acerca de la última cuestión. Pero es más fácil ser impresionado que instruido, y el público se halla muy propicio a creer que donde existe un lenguaje sublime, no exento de oscuridad, debe haber un saber profundo. Debemos distinguir, sin embargo, las dos demandas diferentes que en el caso se aprecian. Una se refiere a la comprensión; andamos en busca de la teoría de una función humana que debe abarcar todos los casos posibles de su ejercicio, en su grandeza o su miseria. Notoriamente, esto es algo que no logran procurarnos los platónicos. La otra demanda es de inspiración; queremos que nos nutran las máximas y confidencias de un espíritu exaltado, en el que cobre preeminencia la función estética. Respondiendo a esta demanda, esos mismos pensadores pueden conquistarse nuestra admiración.

El sentimiento de la belleza es algo mejor que comprender cómo llegamos a experimentarlo. Poseer imaginación y gusto, amar lo óptimo, ser conducido por la contemplación de la naturaleza a una vívida fe en el ideal, son cosas todas ellas que representan más, mucho más, que lo que cualquier ciencia pueda aspirar a ser. Los poetas y los filósofos que expresan esta experiencia estética y estimulan la misma función en nosotros con su ejemplo, prestan un servicio mayor a la humanidad y merecen más altos honores que quienes se dedican a explorar la verdad histórica. La reflexión es a no dudarlo, una parte de la vida, pero la última de todas. Su valor peculiar consiste en la satisfacción de la curiosidad, en el allanamiento y la explicación de las cosas: pero el mayor placer que en realidad obtenemos de la reflexión nos lo presta la experiencia sobre la cual meditamos. No nos aventuramos en lo retrospectivo para conseguir un conocimiento científico de la vida humana, sino para revivir los recuerdos de lo que otrora nos fue caro. Y poca confianza tendría yo en interesar al lector en el presente estudio, si no me apoyara en los atractivos de un tema asociado con tantos de sus placeres.

Pero el reconocimiento de la superioridad de la estética en la experiencia sobre la estética en la teoría no debe hacernos admitir como explicación del sentimiento estético lo que en verdad no es más que una expresión del mismo. Cuando Platón nos habla de las ideas eternas conforme a las cuales consiste toda excelencia, se convierte en el portavoz de la conciencia moral. Nuestra conciencia y nuestro gusto son los que establecen esos ideales; formular un juicio es virtualmente fijar un ideal, y todos los ideales son absolutos y eternos para el juicio que los abarca, puesto que, al descubrir y declarar que una cosa es buena o bella, nuestro enunciado es categórico, y la pauta asentada por nuestro juicio es, para tal caso, intrínseca e inmutable. Pero en el momento siguiente, cuando la mente cambia de apoyo, se evoca un nuevo ideal, no menos absoluto para el juicio presente que para los anteriores fueran los pasados ideales. Así, pues, si estamos expresando nuestra sensación y confesando lo que con nosotros acontece cuando emitimos juicios, será justo decir que siempre tenemos un ideal absoluto ante nosotros, y que el valor reside en la adecuación con ese ideal. Por eso, igualmente, si pretendemos definir ese ideal, difícilmente seremos capaces de decir de él algo menos noble y más preciso que si se tratase de la encarnación de un bien infinito. Porque es esa excelencia incomunicable e ilusoria la que habita toda cosa bella, y

cual una estrella

Guía desde allá donde mora lo eterno.

Para la expresión de esta experiencia, debemos acudir a los poetas, a los críticos más inspirados y, más que nada, a las inmortales parábolas de Platón. Pero si lo que deseamos es acrecentar nuestro conocimiento más bien que cultivar nuestra sensibilidad, bien haremos en cerrar todos esos deleitables libros; porque no encontraremos en ellos ninguna enseñanza sobre los problemas que más nos abruman; a saber, cómo se forma un ideal en la mente, cómo un objeto dado es comparado con él, cuál es el elemento común en todas las cosas bellas, y cuál la sustancia del ideal absoluto en que todos los ideales tienden a ser absorbidos; y, por último, cómo llegamos siquiera a ser sensibles a la belleza o a valorarla. Para estas preguntas debe de haber respuestas, si en realidad es posible una ciencia de la naturaleza humana. -Tan lejos, pues, estamos de ignorar las nociones de los platónicos, que esperamos explicaras y, en cierto sentido, justificarlas, mostrando que en ellas está la genuina y, a veces, suprema expresión de los principios comunes de nuestra naturaleza.

PRIMERA PARTE

EL CARÁCTER DE LA BELLEZA

La filosofía de la belleza

es una teoría de los valores

§ 1. Fácil sería hallar una definición de la belleza que suministrara en pocas palabras una paráfrasis del término. De muy buena tinta sabemos que belleza es verdad, que es la expresión del ideal, el símbolo de la perfección divina y la manifestación perceptible del bien. Fácil sería reunir toda una letanía de estos títulos honoríficos y repetida en alabanza de nuestra divinidad. Frases así estimulan el raciocinio y nos prestan un placer momentáneo, aunque apenas nos procuran una ilustración permanente. Para ser auténtica, una definición lo menos que debe hacer es exponer el origen, el lugar y los elementos de la belleza en cuanto objeto de experiencia humana. Ella debe enseñarnos, en la medida de lo posible, por qué, cuándo y cómo se presenta la belleza, qué condiciones debe reunir un objeto para ser bello, qué elementos de nuestra naturaleza nos hacen sensibles a la belleza, y qué nexo existe entre la constitución del objeto y la excitación de nuestra susceptibilidad. Nada que sea menos que esto definirá realmente la belleza o nos permitirá comprender lo que significa la apreciación estética. La definición de la belleza en este sentido constituirá la tarea de todo este libro, una tarea que, dados los estrechos límites del presente volumen, sólo muy imperfectamente podrá cumplirse.

Los títulos históricos de nuestro tema pueden ofrecemos alguna indicación respecto al comienzo de tal definición. Muchos de los escritores del siglo último denominaron a la filosofía de la belleza Critica, y el término se conserva todavía para caracterizar la apreciación razonada de las obras de arte. Ahora bien. Difícilmente podríamos identificar el deleite que nos causa la naturaleza con la crítica. Una puesta de sol no se critica; se siente y goza. La palabra «crítica, usada en tal oportunidad, destacaría demasiado el elemento de juicio deliberado y de comparación con normas clásicas. La belleza, aunque frecuentemente así descrita, apenas si es así como se percibe, y todas las supremas excelencias de la naturaleza y el arte distan tanto de ser sancionadas por una norma, que son ellas mismas las que proporcionan la pauta y el ideal mediante los cuales los críticos miden los efectos inferiores.

En estos tiempos de la ciencia y la nomenclatura, era normal que se adoptase un vocablo más ilustrado: Estética, o sea la teoría de la percepción o de la susceptibilidad humana. Si crítica es un vocablo demasiado parco, que apunta exclusivamente a nuestros juicios más artificiales, estética parece asumir demasiada amplitud e incluir en su esfera todos los placeres y dolores, si es que no todas las percepciones, cualesquiera que sean. Kant lo usó, como es sabido, para su teoría que considera el tiempo y el espacio como formas de toda percepción; y a veces se ha contraído hasta hacerlo un equivalente de la filosofía del arte.

Ahora bien, si combinamos las significaciones etimológicas de crítica y estética, reuniremos dos cualidades esenciales de la teoría de la belleza. Crítica implica juicio y estética percepción. Para llegar al terreno común, el de las percepciones que son críticas o el de los juicios que son percepciones, debemos ensanchar nuestra noción de la crítica deliberada hasta que comprenda aquellos juicios de valor que son instintivos e inmediatos, esto es, para incluir los goces y las penas, y, al mismo tiempo, debemos reducir nuestra noción de la estética de suerte que de ella excluyamos todas las percepciones que no sean apreciaciones, que no encuentren un valor en sus respectivos objetos. Así alcanzaremos la esfera de la percepción crítica o apreciativa, que es, a grandes rasgos, de lo que queremos ocuparnos. Y conservando la voz «estética», que ahora es corriente, podremos, pues, decir que la estética trata de la percepción de los valores. Así, lo primero que debemos considerar son la significación y las condiciones del valor.

Desde los tiempos de Descartes ha sido un concepto familiar a los filósofos el de que cada hecho visible de la naturaleza puede ser explicado por hechos visibles previos, y que, por ejemplo, todos los movimientos de la lengua al hablar, o de la mano al pintar, tal vez tengan simplemente causas físicas. De ser la conciencia, de este modo, accesoria y no esencial para la vida, la raza humana podría haber existido sobre poseer una sola sensación, idea o emoción. La selección natural pudiera haber bastado para la supervivencia de aquellos autómatas capaces de reaccionar convenientemente frente al medio, habríase desarrollado un instinto de propia conversación, los peligros se habrían esquivado sin temor, y los agravios, vengado sin sentir.

En un mundo así tal vez se hubiera alcanzado la organización más perfecta. Habría sido lo que pudiéramos llamar la expresión de los intereses más acendrados y la obvia consecución de los bienes imaginados. Porque existirían tendencias espontáneas y arraigadas a evitar determinadas contingencias y a suscitar otras; todo lo inefable y evidente del pensamiento se le haría patente al observador. Mas, a buen seguro que no habría habido entendimiento, ni expectativa ni logro consciente en todo el proceso.

El espectador habría ideado fines y objetos preconcebidos, como nosotros hacemos en el caso de que el agua tiende a buscar el nivel que le es propio, o de que la naturaleza aborrece al vacío. Pero las partículas de la materia habrían permanecido inconscientes de su colocación, y la naturaleza toda habríase mostrado insensible a su disposición cambiante. Sólo nosotros, los posibles espectadores de tal proceso, en virtud de nuestros mismos intereses y hábitos, podríamos apreciar en él cualquier progreso o culminación. La culminación la veríamos allí donde el resultado alcanzado satisficiera nuestras exigencias prácticas o estéticas, y el progreso, siempre que se aproximase dicha satisfacción. Mas, aparte de nosotros, y de nuestros prejuicios humanos, en semejante mundo mecánico no podemos distinguir ningún elemento de valor. Al prescindir de la conciencia, hemos prescindido de la posibilidad del mérito.

Pero no es sólo en ausencia de lo consciente como el valor podría arrancarse del mundo; mediante una abstracción menos violenta de la totalidad de la experiencia humana, nos sería posible concebir seres de una casta puramente intelectual, mentes en las cuales las transformaciones de la naturaleza se reflejasen sin ninguna sensación. En tal caso, cada acontecimiento sería notado, se observarían sus relaciones y tal vez cupiera esperar su repetición; pero todo esto acontecería sin una sombra de deseo, de placer o de contrariedad. Ningún hecho sería repulsivo ni ninguna situación espantosa. En una palabra, podríamos tener un mundo de idea sin un mundo de voluntad. En tal caso, exactamente cual si la conciencia faltase en absoluto, todo valor y excelencia habrían desaparecido. Así, pues, para la existencia del bien en la forma que sea, no sólo se necesita la simple conciencia, sino la conciencia sensorial. No bastará la observación, sino que es la apreciación lo que se requiere.

La preferencia

es esencialmente irracional

§ 2. Por eso podemos de una vez dejar sentado el axioma, importante para toda filosofía moral e imprescindible para ciertas obstinadas incoherencias mentales, de que no hay valor independiente de alguna apreciación del mismo, ni bien ajeno a alguna preferencia que de él se tenga frente a su ausencia o a su opuesto. En la apreciación, en la preferencia, están la raíz y la esencia de toda bondad o excelencia. Ahora bien como Spinoza claramente lo ha expresado, nada deseamos porque sea bueno, sino que es bueno sólo porque lo deseamos.

Es cierto que, a falta de una reacción instintiva, podemos todavía aplicar esos epítetos haciendo apelación al uso. Podemos convenir en que una acción es mala o un edificio bueno porque reconocemos en ellos un carácter que hemos aprendido a designar por tales adjetivos; pero, como no haya en nosotros alguna traza de reprobación apasionada o de deleite sensible, no se trata de un juicio moral o estético. Todo ello es una cuestión de propiedad de lenguaje y de vacíos títulos de las cosas. La proposición verbal y mecánica, que pasa por juicio de valor, no es sino el embozo de la inanidad de estas materias. La insensibilidad siempre se halla pronto en el uso convencional de las palabras. Si recurriéramos con más frecuencia al sentimiento real, habría en nuestros juicios más diversidad, pero serían más legítimos e instructivos. Los juicios verbales son a menudo instrumentos útiles del raciocinio, mas no es por ellos por lo que el valor puede determinarse en última instancia.

Los valores brotan de la reacción inmediata e inexplicable del impulso vital y de la parte irracional de nuestra naturaleza. La parte racional es, por su propia esencia, relativa; nos lleva de los antecedentes a las conclusiones o de la parte al todo; nunca suministra los datos con los que opera. Si se declarase que una preferencia o precepto era algo definitivo y radical, por eso mismo se le proclamaría irracional, puesto que la mediación, la inferencia y la síntesis son la esencia de la racionalidad. De por sí, el ideal de racionalidad es tan arbitrario, tan dependiente de las necesidades de una organización finita, como otro ideal cualquiera. Para el filósofo sólo constituye una exigencia por cuanto le asegura finalmente la tranquilidad mental, que es lo que instintivamente persigue. Pese a la corrección verbal de decir que la razón exige racionalidad, lo que realmente exige racionalidad, lo que en verdad hace que sea un bien y una cosa indispensable, no es nuestra propia naturaleza, sino la necesidad que de ella tenemos para una acción segura y económica y para los placeres de la comprensión.

No cabe duda de que la belleza es una clase de valor, y lo que hemos dicho del valor en general se aplica a esta especie particular del mismo. Por eso, un primer planteamiento de la definición de la belleza se ha producido excluyendo todo juicio intelectual, todo juicio de ser o de relación. Sustituir los juicios de valor por juicios de ser es una muestra de crítica pendantesca y de prestado. Si consideramos una obra del arte o de la naturaleza científicamente, tomando en cuenta sus relaciones históricas o una clasificación pertinente, nuestra consideración no será de carácter estético. El descubrimiento de su época o de su autor puede tener un interés de otro género; pero sólo agregando al efecto directo ciertas asociaciones afectará éste, de una manera remota, nuestra apreciación estética. Si el efecto directo faltara y el objeto en sí careciese de interés, las circunstancias no asumirían ninguna importancia. El Misántropo de Moliere dice al poeta cortesano que se vanagloria de haber escrito su soneto en un cuarto de hora:

Voyons, Monsieur, le temps ne fait rien a l'affaire

(“el tiempo aquí nada significa”);

y de igual suerte podríamos nosotros decir, al crítico que hay en el fondo del arqueólogo, que nos permita ver la obra y deje la fecha de origen en paz.

En un sentido opuesto, esa misma sustitución de los valores por los hechos hace su aparición cuando la reproducción del hecho se torna la única pauta de la excelencia artística. Muchos observadores medianamente capacitados rechazan despectivamente la obra de algunos maestros ingenuos o fantásticos porque, como de buena fe afirman, no está bien dibujada. De ello habría que colegir que lo que no sea copia fiel de un modelo incumple el requisito previo de toda belleza. La corrección es, sin duda, un elemento del resultado, y que, en relación con los objetos conocidos, es casi indispensable, ya que su ausencia causaría una contrariedad y una insatisfacción incompatibles con el placer. Aprendemos a valorar la verdad cada vez más a medida que nuestro amor y conocimiento de la naturaleza aumentan. Pero la veracidad es un mérito porque como tal es un factor de nuestro placer. Está al mismo nivel que todos los demás ingredientes del resultado. Cuando alguien exalta la fidelidad a una preeminencia solitaria y se torna incapaz de apreciar cualesquiera otra cosa, revela la mengua de la capacidad estética. En él, el hábito científico inhibe lo artístico.

El que los hechos tengan un valor por sí mismos, complica al par que explica esta cuestión. Cada percepción nos place de una manera natural, y el reconocimiento y la sorpresa son sensaciones particularmente agudas. Cuando vemos una verdad sorprendente en cualquier imitación, ello nos deleita; esta clase de placer es muy legítima y forma parte de los mejores efectos de todas las artes representativas. Por eso, la verdad y el realismo son estéticamente buenos, pero no son en absoluto suficientes, puesto que la representación de cada cosa no es igualmente placentera y efectiva. El hecho de que el parecido sea una fuente de satisfacción justifica que el crítico lo reclame, en tanto que la insuficiencia estética de tal veracidad muestra el distinto valor que la verdad tiene en la ciencia y en el arte. La ciencia es la respuesta a la necesidad de información y de ella reclamamos toda la verdad y nada más que la verdad. El arte responde a la necesidad de entretenimiento, para estímulo de nuestros sentidos y de nuestra imaginación, y la verdad entra en él tan sólo en cuanto se subordina a estos fines.

Pero ni siquiera el valor científico de la verdad es definitivo o absoluto. Reside en intereses en parte prácticos y en parte estéticos. En la medida en que nuestras ideas van gradualmente poniéndose en armonía con los hechos mediante el arduo proceso de selección-porque la intuición lo mismo puede topar con la verdad que con el error y nada puede establecer si no es controlada por la experiencia-, vamos incrementando nuestro dominio sobre el medio en que nos desenvolvemos. Tal es el valor intrínseco de la ciencia natural, y sus frutos los percibimos en nuestros días. Nuestra visión de la naturaleza y de la vida no es mejor que la de algunos de nuestros predecesores, pero nosotros contamos con mayores recursos materiales. Bueno es, por esta razón, conocer la verdad respecto a la composición y la historia de las cosas. También conviene por el más dilatado horizonte que nos ofrece, ya que el espectáculo de la naturaleza es maravilloso y fascinador, lleno de grave melancolía y vasta paz, que nos reintegra nuestra carta de naturaleza como hijos del planeta y nos ambienta en la tierra. Tal es el valor poético del Weltanschauung científico. De estos dos beneficios, el práctico y el imaginativo, emana todo el valor de la verdad.

Por consiguiente, los juicios estéticos y morales deben clasificarse juntos, en contraste con los juicios del intelecto; los dos primeros son juicios de valor, mientras los juicios intelectuales son juicios de ser. Pueden estos últimos tener un valor, pero solamente derivado, y toda nuestra vida intelectual sólo se justifica en cuanto se relaciona con nuestros placeres y cuidados.

Contraste entre valores

morales y estéticos

§ 3. La relación entre los juicios estéticos y los morales, entre los dominios de la belleza y del bien, es estrecha, pero importa distinguir entre ellos. Un factor de esa distinción es que, en tanto que los juicios estéticos son principalmente positivos, es decir, percepciones del bien, los juicios morales son ante todo y fundamentalmente negativos, o percepciones del mal. Otro factor para diferenciados es que mientras, en la percepción de la belleza, nuestro juicio es necesariamente intrínseco y se funda en el carácter de la experiencia inmediata, mas nunca conscientemente en la idea de una posible utilidad en el objeto, los juicios acerca del mérito moral siempre se basan, por el contrario, cuando son positivos, en la conciencia de los beneficios probablemente implícitos. Las dos citadas distinciones requieren alguna explicación.

La ética hedonista siempre ha tenido que debatirse con el sentido moral de la humanidad. Los espíritus más celosos, sensibles a la importancia y la gravedad de la vida, rechazan el aserto de que la finalidad de la conducta correcta sea el goce. El placer suele representárseles como una tentación y, a veces, llegan a hacer de su evitación una virtud. Lo indudable es que la moral no tiene como preocupación principal el logro del placer, sino, más bien, según sus máximas profundas y positivas, la prevención del sufrimiento. Hay algo artificial en la busca deliberada del placer; hay algo absurdo en la obligación de gozar. No nos consideramos obligados en tal sentido; el goce lo tomamos de una manera natural después de cumplidas las tareas de la existencia, y la libertad y espontaneidad de nuestros placeres es lo más esencial de ellos.

El triste afán de la vida es bastante para que nos desentendamos de ciertos males temibles a los que nuestra naturaleza nos expone: muerte, hambre, enfermedad, fastidio, aislamiento y menosprecio. Por el tremendo poder de estas cosas, que se hallan como espectros detrás de cada mandato moral, habla en realidad la conciencia, y la mente que haya sido por ellas adecuadamente impresionada no puede sino percatarse, por contraste, de la inexorable trivialidad de la busca del placer. No puede menos de darse cuenta de que una vida abandonada a la diversión y a los tornadizos impulsos tiene que caer, cuando menos lo piense, en peligros fatales. Ahora bien, en el momento en que la sociedad supera las primeras presiones del medio ambiente y está relativamente garantizada contra los males primarios, la moralidad se relaja. Las formas que después asumirá la vida no serán ya impuestas por la autoridad moral, sino que las determinarán el genio de la raza, las oportunidades del momento y los gustos y recursos del entendimiento de cada cual. El reinado del deber da paso al de la libertad, y el derecho y el pacto ceden ante el otorgamiento de gracia.

La apreciación de la belleza y su encarnación en las artes son actividades que pertenecen a nuestra vida de asueto, cuando por el momento estamos redimidos de la sombra del mal y de la esclavitud del temor, y siguen la inclinación hacia la que nuestra naturaleza quiera conducirnos. Entonces, los valores que abordamos son positivos; en la esfera de la moral, eran negativos. Lo perverso apenas si constituye una cosa objetable, pues no es la causa de ningún dolor real. En sí mismo, es más bien una fuente de pasatiempo. Si lo que sugiere es fatalmente repulsivo, su presencia se convierte en un mal auténtico respecto al que asumimos una actitud práctica y moral. Y, correlativamente, lo placentero nunca es, como hemos visto, objeto de un entredicho moral.

Trabajo y juego

§ 4. Tenemos, pues, aquí un elemento importante de distinción entre valores estéticos y morales. Es lo mismo que se ha subrayado en el famoso contraste entre el trabajo y el juego. Estos términos pueden usarse en diferentes sentidos y su importancia en la clasificación moral difiere según sea la significación que se les atribuya. Podemos llamar juego a todo lo que es una actividad inútil, al ejercicio que surge del impulso fisiológico de descargar la energía que las exigencias de la vida no han reclamado. Entonces, trabajo será toda aquella acción necesaria o útil para la existencia. Evidentemente, si trabajo y juego son caracterizados así, objetivamente, como acciones útiles e inútiles, el trabajo es un término laudatorio y el juego lo es despectivo. Sería mejor para nosotros que toda nuestra energía fuera tomada en cuenta, que nada de ella se desperdiciase en movimientos sin objeto. En este sentido, el juego es una señal de adaptación imperfecta. Es propio para la infancia, cuando el cuerpo y el entendimiento no son aptos todavía para enfrentarse al medio, pero es indigno de la edad viril y lamentable en la vejez, porque denota una atrofia de la naturaleza humana y el fracaso en aprovechar las oportunidades de la vida.

De esta suerte, el juego es esencialmente vano. Algunas personas, que admiten esa aceptación, se han resistido, y esto lo compartirá todo espíritu liberal, a clasificar los placeres sociales, el arte y la religión bajo el título de juego, y a condenarlos con tal epíteto, como cierta escuela parece hacer, a una extinción gradual según la raza humana va acercándose a la madurez. Pero si todos estos ornamentos ociosos de nuestra existencia fueran a suprimirse en el proceso de adaptación, la marcha evolutiva empobrecería en lugar de enriquecer nuestra naturaleza. Quizá sea ésta la tendencia de la evolución, y nuestros antecesores bárbaros, en medio de sus fatigas y de sus contiendas, con sus inflamadas pasiones y mitologías, tuvieron una existencia mejor que la reservada a nuestros descendientes, perfectamente adaptados.

Tal vez nos sea permitido esperar, no obstante, que pueda sobrevivir alguna imaginación, parasitariamente, aun en el cerebro más servil. Cualquiera que sea el curso que haya de tomar la historia -y ningún interés tenemos aquí en profecías-, no queda afectada la cuestión de lo que es deseable. Condenar las ocupaciones espontáneas y deleitables por ser inútiles para nuestra propia conservación revela un aprecio nada crítico de la vida considerada con independencia de su contenido. Según ese sistema, la función más meritoria del universo sería crear el movimiento perpetuo. La inutilidad constituye una acusación fatal para ser lanzada contra cualquier acto que se ejecuta porque se presume útil, siendo así que todo aquello que se hace por la cosa en sí tiene en ello mismo su propia justificación.

Al mismo tiempo es indudablemente apropiado calificar de juego todas las actividades liberales e imaginativas del hombre, porque son espontáneas y no se llevan a cabo bajo la presión de una necesidad o un peligro externos. Su utilidad para nuestra propia conservación quizá sea muy indirecta y accidental, pero no por esa razón carecen de valor. Antes al contrario, podemos medir el grado de felicidad y civilización que cualquier raza haya alcanzado por la proporción en que sus energías respectivas se han consagrado a empeños libres y generosos, al adorno de la vida y al cultivo de la imaginación. Porque es en el juego espontáneo de estas facultades donde el hombre se encuentra a sí mismo y halla su felicidad.

La esclavitud es la condición más degradante de que es capaz, y con la misma frecuencia se esclaviza a la mezquindad de la tierra y a la inclemencia del cielo que a un amo o a una institución. Es un esclavo cuando consume toda su energía en evitar el sufrimiento y la muerte, cuando toda su acción le viene impuesta de fuera y no se le deja respiro ninguno ni fuerza para el goce libre.

Toman aquí trabajo y juego un significado distinto, tornándose equivalentes a servidumbre y libertad. La modificación consiste en el punto de vista subjetivo desde el que se hace ahora la distinción. Ya no queremos significar por trabajo todo lo que se hace útilmente, sino sólo lo que se ejecuta a regañadientes e involuntariamente por el acicate de la necesidad. Por juego designamos, no ya lo que se hace estérilmente, sino todo lo que se practica con espontaneidad y por el hecho en sí, tenga o no una utilidad ulterior. En este sentido, el juego puede ser nuestra ocupación más provechosa. Una adaptación gradual al medio ambiente distaría mucho de volver anticuado el juego; por el contrario, tendería a abolir el trabajo y hacer el juego universal. Porque, con la eliminación de todos los conflictos y errores del instinto, la raza humana haría espontáneamente lo que le condujera a su bienestar, y tendríamos una vida segura y próspera sin estímulos o coacciones externos.

En cierto sentido,

todos los valores son estéticos

§ 5. Por tanto, en este segundo y subjetivo sentido, trabajo es el término depresivo y juego el encomiástico. Todo aquel que se percata de la dignidad y la importancia de las cosas de la imaginación no tiene por qué vacilar en admitir la clasificación que las designa como juego. Con eso no queremos sugerir que carezcan de valor, sino, que su valor es intrínseco, que en ellas es una de las fuentes de todo el mérito. Por supuesto, todos los valores tienen que ser a fin de cuentas intrínsecos. Lo útil es bueno por la excelencia de sus consecuencias; mas éstas deben en algún momento cesar de ser a su vez simplemente útiles, de ser sólo excelentes como medios; alguna vez tendremos que alcanzar el bien que es bueno por sí mismo, por su sola causa y razón, pues, de lo contrario, todo progreso es fútil y la utilidad de nuestro objeto primario, ilusoria. Llegamos aquí al segundo factor en nuestra distinción entre valores morales y estéticos, que concierne a su contigüidad.

Si tratamos de suprimir de la existencia todos sus males, como la imaginación popular ha hecho en ocasiones, nos encontraremos sólo con unos pocos placeres estéticos que constituyan una auténtica felicidad. Hasta la satisfacción de las pasiones y los apetitos, en los que sobre todo ciframos la felicidad terrenal, adquiere un matiz estético cuando eliminamos idealmente la posibilidad de la pérdida o variación. ¿Qué podían los olímpicos honrar, los unos en los otros, o los serafines adorar en Dios, como no fuera la encarnación de atributos eternos, de esencia, que, cual la belleza, nos hacen dichosos únicamente en la contemplación? La gloria celestial no podría simbolizarse de otro modo que con luz y música. Incluso el conocimiento de la verdad, que para los teólogos más moderados constituye la esencia de la visión beatífica, es un deleite estético; porque cuando la verdad deja ya de tener utilidad práctica, se convierte en un paisaje. Es entonces un deleite de la imaginación y su valor es estético.

Esta reducción de todos los valores a apreciaciones inmediatas, a actividades sensoriales o vitales, es tan inevitable que ha sorprendido hasta a los espíritus más denodadamente racionalistas. Sólo que para ellos, en lugar de llevar a la liberación de los bienes estéticos de los embrollos prácticos y a su afirmación como los únicos valores puros y positivos de la vida, este análisis les ha conducido más bien a la negación rotunda de todos los bienes puros y positivos. Desde luego, dichos pensadores dan por cierto que todos los valores morales son intrínsecos y supremos; y puesto que estos valores morales no surgirían sino por la existencia o inminencia de males físicos, adoptan la paradoja de que sin el mal no se concibe ningún bien, sea el que fuere.

Las rigurosas exigencias de la apologética han contribuido, sin duda, a que asuman esta posición, de la cual un hálito de la primavera o la contemplación de una criatura bien engendrada bastaría a desalojarlos. Su temperamento ético y las trabas de su imaginación les impiden reconsiderar su hipótesis inicial y concebir que la moralidad es un medio y no un fin; que es el precio de la inadaptación humana y la consecuencia del pecado original de la incompetencia. Es la compresión de la conducta humana entre los estrechos límites de lo seguro y posible. Quítese el peligro, suprímase el dolor, apártese la ocasión de la misericordia, y habrá desaparecido la necesidad de ser moral. Decir imperativamente «no harás» (esto o lo otro) sería, entonces, una impertinencia.

Pero esta supresión del precepto no sería una cesación de la vida. Los sentidos seguirían estando abiertos, los instintos seguirían manifestándose, y conducirían a todas las criaturas a las preocupaciones y a las ocupaciones que les fueran más apropiadas. La variedad de la naturaleza y la infinitud del arte, con la camaradería de nuestros semejantes, llenarían la ociosidad de esa existencia ideal. Tales son los elementos de nuestra dicha positiva, las cosas que, entre miles de vejaciones y vanidades, constituyen el palmario beneficio de existir.

Consagración estética

de los principios generales

§ 6. No sólo son estéticas, a fin de cuentas, las satisfacciones varias que la moral social es capaz de garantizar, sino que, cuando la conciencia se forma y los principios rectos adquieren un prestigio inmediato, también nuestra actitud respecto a estos principios se torna estética. Ejemplos obvios de esto son el honor, la veracidad y la decencia. Cuando la falta de estas virtudes causa un disgusto instintivo, como acontece entre gente bien criada, la reacción es fundamentalmente estética, porque no se funda en la reflexión y la benevolencia, sino en una susceptibilidad constitucional. Sin embargo, esta sensibilidad estética es con propiedad calificada de moral, porque constituye el efecto de una disciplina consciente, y es más poderosa para el bien en la sociedad que la virtud ardua, por ser mucho más constante y alcanzable. Es la КαλοКα γα θια la exigencia estética de lo moralmente bueno y quizá la más bella flor de la naturaleza humana.

Mas esta tendencia de los principios representativos a hacerse poderes independientes y adquirir valor intrínseco es, a veces, perjudicial. Da lugar a conflictos entre el sentimiento y la justicia, entre la moralidad intuitiva y la utilitaria. Toda reforma humana es la reafirmación de los intereses primarios del hombre frente a unos principios generales que han dejado de representar esos intereses cabalmente, pero que todavía obtienen la adoración idolátrica de la humanidad. No son la hidalguía y la religión las únicas concepciones susceptibles de caer en esta superstición moral. Surge ésta siempre que un bien abstracto sustituye a su equivalente concreto. La falacia del avaro es el caso típico, y algo muy semejante es el principio ético de la mitad de nuestra respetable población. Para ejercer ciertos hábitos utilitarios, los hombres llegan hasta sacrificar los beneficios que eran el fundamento y la justificación originarios de tales hábitos. Se busca el conocimiento minucioso a expensas de la liberalidad mental y la riqueza aun con sacrificio de la comodidad y la libertad.

Este error es absolutamente el más especioso cuando el fin resultante contiene en sí algún encanto estético, como corresponde a la noción estoica de que debemos representar nuestro papel en un amplio drama de hechos aunque de ello no se derive ninguna ventaja para nadie; algo así como que la pasión del avaro se torna un tanto normal cuando le deslumbra, no ya la vista de las cifras de una cuenta bancaria, sino la de la coruscante amarillez del oro. E idéntica fascinación inmediata existe en la vanidad de representar un papel trágico y en gloriarse del sacrificio que se acepta voluntariamente. De este modo, muchas son las máximas irracionales que adquieren una especie de nobleza. Se elige como supremo bien un objeto que no solamente tenga cierto valor representativo, sino también un valor intrínseco, lo cual no es simplemente un método para concebir otros valores, sino un valor en su propia concepción.

La obediencia a Dios es para el cristiano, como la observancia de las leyes de la naturaleza o de la razón es para el estoico, una actitud que no deja de tener un mérito emocional y apasionado, aparte de su primitiva significación en virtud de máximas utilitarias. Esta fuerza emocional y apasionada es la esencia del fanatismo, crea imperativos categóricos y les procura un dominio absoluto sobre la conciencia, a pesar de su unilateralidad y su injusticia ante las múltiples demandas de la naturaleza humana.

En un principio, la obediencia a Dios o a la razón puede acreditarse de por sí ante un hombre tan sólo como la forma más segura y, en fin de cuentas, menos penosa de equilibrar sus propósitos y sintetizar sus deseos. Tan necesaria es esta sanción, aun para los temperamentos más impetuosos, que ningún mártir iría a la pira si no creyese que el día del juicio tendría de su parte las fuerzas de la naturaleza. Pero el entendimiento humano es una república en conmoción, y las leyes que procuran el mayor bien no pueden asentarse en él sin algún sacrificio parcial, sin la supresión de muchos impulsos particulares. De aquí que la voz de la razón o el mandamiento de Dios, que se enderezan a la máxima satisfacción final, tropiecen con la oposición de varias fuerzas dispersas y refractarias, que en adelante llamaremos fuerzas del mal. La conciencia irreflexiva, olvidando el carácter representativo o subordinado de su propia excelencia, asume entonces una solemne e incomprensible contigüidad, cual si sus decretos fueran absolutos e intrínsecamente perentorios, no de hoy o de ayer, y nadie pudiera decir de dónde habían emanado. El instinto puede producir esta mixtificación tanto más fácilmente cuanto que requiere una actividad imaginativa henchida de interés y afanosa de pasión. Este efecto es conspicuo en la conciencia absolutista, tanto piadosa como racionalista, y también en la pasión amorosa. Porque en todas éstas se da cierta individualidad, precisión y exclusivismo al objeto perseguido que es muy propicio al fervor, y el ardimiento de la pasión se mezcla con los diversos procesos de volición en la idea que se tiene de una influencia adorable.

Por falaces que estas complicaciones puedan parecer a los hombres de acción y elocuencia, no deben falsear la crítica de la naturaleza humana. Es evidente que el valor de los bienes generales no deriva de las satisfacciones particulares que significan, de lo que poseen en sí mismos como ideas placenteras y que influyen poderosamente sobre la imaginación. Esta ventaja intrínseca de ciertos principios y métodos no es menos real porque esté en un sentimiento estético. Sólo un utilitarismo sórdido, que sustrae la imaginación de la naturaleza humana, o por lo menos pasa por alto su inmensa contribución a nuestra felicidad, podía dejar de dar a estos principios la preferencia sobre otros prácticamente tan buenos.

Si pudiera hacerse ver, por ejemplo, que la monarquía era capaz, en un caso dado, de garantizar el bienestar público como alguna otra forma de gobierno, la monarquía sería preferida e indudablemente instaurada teniendo en cuenta su superioridad imaginativa y dramática. Pero si cegada por esta ventaja en cierto modo trivial, una facción sacrificase a ella intereses públicos importantes, la injusticia sería manifiesta. En un caso dado, una nación decide, no sin dolorosos conflictos, cuánto sacrificará a sus necesidades sentimentales. El punto importante está en recordar que el valor representativo y práctico de un principio es una cosa y otra su valor intrínseco o estético, y que el último sólo puede contarse como un valor favorable a ese principio si se pondera con posibles desventajas externas. Siempre que este cotejo y balance de los beneficios definitivos de cualquier orden sea airadamente descartado, en favor de algún principio absoluto, establecido sin tomar en cuenta la grandeza y la miseria humanas, lo que tendremos será un sistema de ética personal y fantástico, sin sanciones reales. Ello probaría que la superstición ha invadido el austero y práctico dominio de la moral.

Los placeres estético y físico

§ 7. Con cierta cautela hemos separado los juicios intelectuales y morales del campo de nuestro tema, encontrándonos con que únicamente tenemos que habérnoslas con las percepciones del valor, y eso tan sólo cuando son positivas e inmediatas. Mas, hasta con estas distinciones, quedan sin definir las características más sobresalientes del sentido de la belleza. Todos los placeres son valores intrínsecos y positivos, pero no todos son percepciones de belleza. Ciertamente, el placer es lo esencial de dicha percepción, pero hay evidentemente en este placer particular una complicación que no se presenta en otros y que sirve de base para la distinción que hacen el conocimiento y el lenguaje entre aquél y los restantes.

Será ilustrativo señalar los grados de esta diferencia.

Los placeres corporales son los que menos semejan percepciones de belleza. Desde luego, por placeres corporales entendemos algo más que aquellos placeres que en el cuerpo tienen su asiento; porque en esa clase habría que incluirlos todos, como asimismo todas las formas y elementos de la conciencia. Los placeres estéticos tienen condiciones físicas, dependen de la actividad de la vista y del oído, de la memoria y de otras funciones de ideación del cerebro. Pero no relacionamos estos placeres con aquello en que se asientan, como no sea en los estudios fisiológicos; las ideas con las cuales se asocia el goce estético no son las ideas de sus causas físicas. Por el contrario, los placeres que llamamos físicos, y que consideramos como viles, son los que enfocan nuestra atención hacia alguna parte de nuestro cuerpo, y para los que el objeto que debe sernos más conspicuo no es otro que el órgano en que surgen.

Existe aquí, pues, una distinción muy pronunciada entre placer físico y estético; los órganos del último deben ser diáfanos, no deben interceptar nuestra atención, sino conducida directamente a algún objeto externo. Así se entiende muy bien la mayor dignidad y alcance del goce estético. El alma se alegra, por decirlo así, de olvidar su vinculación con el cuerpo y de imaginar que puede moverse por el mundo con la libertad con que cambia los objetos a que atiende. La mente transita de China a Perú sin que se opere modificación ninguna en las tensiones locales del cuerpo. Esta ilusión de desligamiento de la carne es muy estimulante, en tanto que el sumirse en lo carnal y confinarse en un órgano cualquiera da un tono de grosería y egoísmo a nuestra conciencia. Las asociaciones generalmente mezquinas de los placeres físicos también contribuyen a explicar su tosquedad, en términos relativos.

Lo que distingue al placer estético

no es su desinterés

§ 8. Se ha dicho a veces que la diferencia entre el placer y el sentido de la belleza estriba en el desinterés de la satisfacción estética. En los otros placeres, se hace notar, complacemos nuestros sentidos y pasiones; en la contemplación de la belleza, nos elevamos sobre nosotros mismos, se silencian las pasiones y nos contenta la contemplación de un bien que no nos proponemos poseer. El pintor no mira un manantial de agua con los ojos de un sediento, ni a una mujer hermosa con los de un sátiro. Se argumenta que la diferencia reside en la impersonalidad del goce. Mas esta distinción, realmente, es de intensidad y delicadeza, no de índole natural, y sólo parece satisfacer a las mentalidades menos estéticas[1].

En segundo término, el pretendido desinterés de los deleites estéticos no es demasiado fundamental. La apreciación de una pintura no se identifica con el deseo de comprarla, pero está, o debe estar, estrechamente relacionada, precediéndolo, con tal deseo. Las bellezas de la naturaleza y de las artes plásticas no se agotan con ser disfrutadas, sino que conservan toda su eficacia para impresionar a un segundo espectador. Pero esta circunstancia es accidental y todos los objetos estéticos que dependan del cambio y se consuman con el tiempo, como acontece con todo lo que es actuación, son cosas cuyo goce es un objetivo que suscita la competición y tan codiciado como cualquier otro placer. Y aun las bellezas plásticas pueden a menudo no ser disfrutadas sino por unos pocos, por razón de la necesidad de viajar u otras dificultades de acceso, y entonces este placer estético se anhela con tanto egoísmo como en el caso de los restantes.

La verdad que la teoría está tratando de afirmar parece más bien ser que cuando buscamos los placeres estéticos no estamos pensando en otros goces; que no mezclamos las satisfacciones de la vanidad y de la propiedad con la delicia de la contemplación. Esto es cierto, pero lo es también en el fondo de todo empeño y de todo disfrute. Todo placer verdadero es en cierto modo desinteresado. No se busca con propósitos ulteriores, y lo que llena nuestro pensamiento no es el cálculo, sino la imagen de un objeto o hecho, inundado de emoción. Una conciencia demasiado sutil podría a veces estimar la idea del yo como la piedra de toque de sus inclinaciones; pero este yo, para cuya complacencia y exaltación puede un hombre vivir, sólo es en sí mismo un complejo de propósitos y recuerdos, que una vez tuvieron sus objetos directos, en los que ese hombre había tomado un interés espontáneo y desprendido. Las complacencias que, combinadas, constituyen el egoísmo, carecen de malicia en lo que a cada una de ellas concierne y no existe más amor propio en ellas que en la emoción más altruista e impersonal. El contenido del egoísmo es un amasijo de cosas desinteresadas. Ninguna relación tienen con la esencia nominal llamada «yo» nuestros apetitos o afectos personales; sin embargo, al hombre que se absorbe en el comer y el beber, en sus casas y tierras, en sus hijos y sus perros, se le llama egoísta, en virtud de que sus intereses, aunque naturales e instintivos en él, no son compartidos por otros. El hombre sin egoísmo es aquel cuya naturaleza tiene un sentido más universal, cuyos intereses están más ampliamente difundidos.

Pero como la impersonalidad de los pensamientos está sólo en su objeto y no en su sujeto o agente, ya que todos los pensamientos son pensamientos de alguien, asimismo los intereses no egoístas tienen que ser intereses de alguien. Si no nos importase la belleza, si no tuviera importancia para nuestra felicidad que las cosas fueran bellas o feas, manifestaríamos no la máxima, sino la total ausencia de facultad estética. Por tanto, el desinterés de este placer es el mismo de todas las satisfacciones primitivas e intuitivas, que en modo alguno están condicionadas por una referencia a un concepto general ficticio, como el del yo, el cual debe derivar todo su influjo de la energía que en particular tenga cada uno de sus componentes. Si me intereso por mí mismo, es porque ese mi “yo” no es sino un nombre de las cosas que hay en mi ser íntimo. Establecer la ficción verbal de la personalidad y hacer de ella un objeto de preocupación independiente de los intereses que constituían su contenido y sustancia, convierte al moralista en un pedante y a la ética en una superstición. El yo, objeto del amour propre, es un ídolo de la tribu, y hace falta que sea desintegrado en los primitivos intereses objetivos subyacentes en él antes de que pueda justificarse su culto por la razón.

Tampoco es la universalidad

lo que distingue al placer estético

§ 9. El supuesto desinterés de nuestro amor por la belleza nos lleva a otra característica suya que frecuentemente se considera como esencial: su universalidad. Se ha dicho que en los placeres de los sentidos no hay dogmatismo; que aquello que a mí me proporciona un goce no puede afirmarse que tenga aptitud para proporcionárselo también a otra persona. Mas cuando yo digo que una cosa es bella, mi juicio significa que la cosa es bella en sí o (lo que viene a ser lo mismo, expresado más rigurosamente) que tal debe parecerle a todo el mundo. Según esta doctrina, la aspiración a la universalidad es la esencia de la estética y lo que hace que la percepción de la belleza sea un juicio y no una sensación. Serían imposibles todos los preceptos estéticos y arbitraria y subjetiva toda crítica, a menos que admitamos una universalidad paradójica en nuestro discernimiento, con consecuencias filosóficas en cuyo desenvolvimiento tendríamos que persistir. Mas, por fortuna, no es obligado que nos adentremos en el laberinto a que este método conduce; existe una forma mucho más simple y clara de estudiar tales cuestiones, consistente en poner a prueba y analizar la afirmación que se nos plantea y buscar su fundamento en la naturaleza humana. Antes de proceder a esto, debemos correr el riesgo de hacer que una mala inteligencia o error natural de la mente degenere en un inveterado y pernicioso prejuicio al convertido en el punto central de una complicada interpretación. No sería difícil demostrar que la aspiración a la universalidad sea mala inteligencia natural. Es notorio que no existe mucho acuerdo tocante a las materias estéticas; y, hasta donde llega tal acuerdo, se funda en la similitud de origen, naturaleza y circunstancias entre los hombres, similitud que, cuando existe, tiende a crear una identidad en todos los juicios y sentimientos. No tiene sentido decir que lo que es bello para una persona debe serlo también para otra. Si sus sentimientos son los mismos y semejantes sus asociaciones y disposiciones, entonces no cabe duda de que la misma cosa será bella para ambos. Pero si son por naturaleza diferentes, la forma que a uno causará arrobo será hasta invisible para otro, porque variarán sus clasificaciones y su discernimiento en la percepción y tal vez le parezca un horrible fragmento suelto o un conglomerado informe de cosas lo que para el primero es un todo perfecto: tan cabalmente las unidades de objetos son unidades de función y uso. Es absurdo afirmar que lo que es invisible para un ser dado debe parecerle bello a otro. Evidentemente, esta obligación de reconocer las mismas cualidades está condicionada por la posesión de facultades que sean también iguales. Pero no hay dos hombres que posean exactamente las mismas facultades, ni pueden las cosas tener para ambos exactamente los mismos valores.

Lo que negligentemente se expresa diciendo que cualquiera debe distinguir esta o aquella belleza, significa que la distinguiría si su disposición, formación o atención fueran lo que nuestro ideal exige para él; y nuestro ideal de lo que todo el mundo debe ser tiene fuentes complejas, pero manifiestas. Nos da, por ejemplo, cierto placer la sustentación de nuestros juicios por los que otros formulan; somos intolerantes, si no de la existencia de una naturaleza distinta de la nuestra, sí al menos de su expresión en palabras y conceptos. Nos sentimos ratificados o conformes con nuestros criterios poco claros si vemos que se aceptan universalmente. No somos capaces de hallar el fundamento de nuestro gusto en la experiencia que tengamos y por eso nos resistimos a buscado allí. Si estuviéramos seguros del terreno que pisamos, daríamos nuestra aquiescencia a los sentimientos y modos naturales de conducirse de los demás, como aquel que, dándose cuenta de que hay en sus palabras el acento de la capital, confiesa su arbitrariedad de buen grado y se complace e interesa en las inflexiones que observa en los provincianos; en cambio, el provinciano siempre se muestra celoso de hacer ver que tiene razón y de que el prestigio de la antigüedad justifica sus particularismos. Por eso la gente que carece de sensibilidad e ignora el porqué de sus juicios, siempre procura hacer ver que juzga de las cosas ateniéndose a la razón universal.

De aquí que la fragilidad y superficialidad de nuestros razonamientos no pueden soportar la contradicción. Execramos la duda de otro cuando somos incapaces de explicarle por qué nosotros creemos. Por eso, nuestro ideal de los demás hombres tiende a incluir la conformidad de sus juicios con los nuestros; y aun cuando podamos reconocer la fatuidad de tal exigencia respecto a las tan diferentes naturalezas de lo humano, tal vez seamos lo suficientemente irrazonables para demandar que todas las razas admiren el mismo estilo de arquitectura y todas las épocas los mismos poetas.

Esta pretensión se ve favorecida por la gran unidad real del gusto humano dentro de los límites de la historia convencional. Pero, en principio, esto es insostenible. Nada tiene menos que ver con el mérito verdadero de una obra de la imaginación que la capacidad que todos los hombres tengan de apreciarla; la prueba que vale es el grado y la clase de satisfacción que puede procurar a quien más la aprecia. Nada perdería la sinfonía si la mitad de la humanidad hubiera sido siempre sorda, puesto que, de hecho, el noventa por ciento de las personas no perciben las complejidades de esta composición musical; pero ¡cuánto habría perdido la sinfonía de no haber existido Beethoven! Y lo que es más, la incapacidad de apreciar ciertos tipos de belleza puede ser la condición sine qua non para disfrutar de las de otra clase; la suprema capacidad de goce y creación es sumamente especializada y exclusivista; de aquí que las épocas más admirables del arte hayan sido a veces extraordinariamente intolerantes.

Las invectivas de una escuela contra otra, aunque injustificadas desde el punto de vista filosófico, son con frecuencia síntomas sanos, ya que indican una apreciación fundamental de ciertos tipos de belleza, un amor por ellos que ha llegado a convertirse en pasión celosa. Los artífices que enmendaron las imperfecciones de antiguos edificios aplicando su criterio particular, como Carlos V cuando hizo levantar su sólido palacio junto a la Alhambra, pueden ser condenados desde cierto punto de vista. Mucho fue lo que echaron a perder con su intromisión; sin embargo, revelaron una espléndida confianza en sus propias intuiciones, una orgullosa afirmación de su gusto peculiar, lo que constituye la prueba más cabal de la sinceridad estética. Por el contrario, nuestros titubeos, nuestro escepticismo, nuestra arqueología, son síntomas de impotencia. Si fuéramos menos eruditos y menos rectos, podríamos ser más eficientes. Si nuestra apreciación fuera menos general, podría ser más real, y si acostumbráramos nuestra imaginación al exclusivismo, alcanzaría carácter.

Lo distintivo del placer estético

está en la objetivación

§ 10. Sin embargo, en las aspiraciones a la universalidad de los juicios estéticos hay algo más que el deseo de generalizar nuestras peculiares opiniones. Existe la manifestación de un fenómeno psicológico, harto conocido, que no es otro que la transformación de un elemento de la sensación en la cualidad de una cosa. Si decimos que otros hombres deben apreciar las bellezas que nosotros apreciamos, ello es así porque creemos que esas bellezas están en el objeto, como su color, su proporción o su tamaño. Nuestro juicio se nos ofrece simplemente como la percepción y el descubrimiento de una existencia externa, de la excelencia real de lo que está más allá de nosotros. Mas esta noción es radicalmente absurda y contradictoria. La belleza, tal como la hemos visto, es un valor; no puede concebirse como una existencia independiente que afecta a nuestros sentidos y que, consiguientemente, percibimos. Existe en la percepción, y no puede ser de otro modo. Una belleza no percibida es un placer no sentido, y una contradicción. Pero la existencia moderna nos ha enseñado a decir la misma cosa de cada elemento del mundo percibido; todo son sensaciones; y su agrupación en objetos imaginados para ser permanentes y externos es obra de ciertos hábitos de nuestra inteligencia. Seríamos incapaces de examinar o recordar las difusas experiencias de la vida, si no las organizásemos y clasificásemos, y si no las sacáramos del caos de las impresiones que forjaron el mundo de los objetos convencionales y comprensibles.

La forma en que esto se produce la explican las actuales teorías de la percepción. Los objetos externos suelen afectar a varios sentidos a la vez y por eso las impresiones que causan están asociadas. Las experiencias repetidas de un objeto se hallan también asociadas, en virtud de su semejanza; de aquí la doble tendencia a fundir y unificar en una sola percepción, a la que se adjudica un nombre, el grupo de aquellos recuerdos y reacciones que, de hecho, sólo tienen por causa una cosa externa. Pero esta percepción, una vez creada, es a todas luces diferente de todas las experiencias particulares que la han determinado. Es permanente, y éstas son variables: no son sino aspectos y vislumbres parciales de tal percepción. Por eso, la noción que se constituye pasa a ser la realidad y los materiales que la han formado se quedan en simple apariencia. La distinción entre sustancia y calidad, realidad y apariencia, materia y espíritu, no tiene otro origen.

Los objetos de este modo concebidos y diferenciados de nuestras ideas acerca de ellos, se componen, en principio, de todas las impresiones, sentimientos y recuerdos que les hacen prestarse a la asociación y caer en el vórtice de la imaginación amalgamante. Cada sensación que nos proporciona una cosa es inicialmente considerada como una de sus cualidades. Ahora bien, la experiencia y la necesidad práctica de una concepción más simple de la estructura de los objetos, nos lleva gradualmente a reducir las cualidades de éstos a un mínimo, y a mirar las más de las percepciones como un efecto ejercido por esas pocas cualidades sobre nosotros. Estas pocas cualidades primarias, como la extensión, que persistimos en tratar como independientemente real y como la cualidad de una sustancia, son las que bastan para explicar el orden de nuestras experiencias. Todo lo restante, como el color, se relega a la esfera subjetiva, como simples efectos ejercidos sobre nuestros pensamientos y como cualidades aparentes o secundarias del objeto.

Pero esta distinción sólo se justifica en el orden práctico. Sólo la conveniencia y la economía del raciocinio son lo que determina qué combinación de nuestras sensaciones debemos seguir objetivando y tratando como la causa de las demás. El derecho y la tendencia a ser objetiva es igual en todas ellas, puesto que todas son anteriores al artificio mental mediante el que separamos el concepto de sus componentes, la cosa de nuestras experiencias.

Las cualidades que, según nuestra concepción actual, pertenecen a objetos reales son en su mayoría imágenes de la vista y el tacto. Unas de las primeras clases de efectos que tenían que ser considerados secundarios eran, naturalmente, los placeres y las penas, puesto que, por lo común, muy poco era lo que podía conducimos a una acción inteligente y afortunada el estimar que los placeres y las penas residían en los objetos. Pero las emociones son por esencia capaces de objetivación, así como las impresiones de los sentidos; de aquí que se comprenda perfectamente que una conciencia primitiva e inexperta poblaría el mundo con los fantasmas de sus propios terrores y pasiones más bien que con las proyecciones de aquellos conceptos luminosos y matemáticos que hasta ahora difícilmente podría haber formulado.

Este hábito mental anímico y mitológico todavía mantiene su peculiaridad en los confines del conocimiento, donde ya no se encuentran explicaciones automáticas. En nuestro propio ser, donde la inmediatez dificulta la observación, en el intrincado caos de la vida animal y humana, seguimos apelando a la eficacia de la voluntad y las ideas, así como también en la remota noche de los problemas cósmicos y religiosos. Pero en toda la región intermedia de los días comunes, donde ha hecho progresos la ciencia mecánica, sería un despropósito incluir ahora elementos apasionados o emocionales en el concepto de la realidad. Aquí, nuestra noción de las cosas se compone exclusivamente de elementos de percepción, de las ideas de forma y de movimiento.

Ahora bien, la belleza de los objetos entraña una excepción a esta regla. La belleza es un elemento emocional, un placer que está en nosotros, el cual, no obstante, miramos como una cualidad de las cosas. Pero ahora estamos preparados para comprender la naturaleza de esta excepción. Es la supervivencia de una tendencia de origen universal el hacer de cada efecto de una cosa sobre nosotros un ingrediente de su imaginada naturaleza. La idea científica de una cosa es una gran abstracción del conjunto de percepciones y reacciones que tal cosa produce; la idea estética es menos abstracta, toda vez que conserva la reacción emocional, el placer de la percepción, como parte integrante de la cosa concebida.

Tampoco es difícil hallar la razón de esta supervivencia en la sensación de belleza de una objetivación del sentimiento en otro lado extinto. Los más de los goces que los objetos producen se distinguen y separan con facilidad de la percepción del objeto; el objeto tiene que aplicarse a un órgano determinado, como el paladar, o ingerirse como el vino, o ser usado o puesto a funcionar en alguna forma antes de que se suscite el placer. Por eso es débil la cohesión entre el placer y los demás elementos asociados de la sensibilidad; el placer está separado, en el tiempo, de la percepción, o se localiza en un órgano diferente, y, por consiguiente, es al instante reconocido como un efecto y no como una cualidad del objeto. Pero cuando el proceso de percepción es en sí mismo agradable, como fácilmente puede suceder; cuando la operación intelectiva, mediante la cual se asocian y son proyectados los elementos de la sensación, y el concepto de la forma y sustancia de la cosa es naturalmente deleitable, entonces tenemos un placer íntimamente ligado a la cosa, inseparable del carácter y la constitución de ésta, y el asiento de ese placer en nosotros es el mismo que el asiento de la percepción. Como es natural, no nos es posible, en tales circunstancias, separar el placer de otros sentimientos objetivados. Conviértese, como éstos, en una cualidad del objeto, que nosotros distinguimos de los placeres no así incluidos en la percepción de las cosas dándole el nombre de belleza.

Definición de la belleza

§ 11. Llegamos ahora a nuestra definición de la belleza, la cual, según los términos de nuestros análisis sucesivos y la estrechez del concepto, es un valor positivo, intrínseco y objetivado. O, dicho en términos menos técnicos, belleza es el placer considerado como la cualidad de una cosa.

Esta definición trata de resumir una variedad de distinciones e identificaciones que quizá deban exponerse aquí más explícitamente. La belleza es un valor, con lo que quiere decirse que no se trata de la percepción de un hecho positivo o de una relación: es una emoción, una inclinación de nuestra espontaneidad volitiva y estimativa. No puede ser bello el objeto incapaz de dar placer a nadie: una belleza a la que todos los hombres fueran siempre indiferentes entrañaría una contradicción de términos.

En segundo lugar, este valor es positivo, es la sensación de la presencia de algo bueno o (en el caso de la fealdad) de su ausencia. Nunca es la percepción de un mal positivo, nunca un valor negativo. El que estemos dotados del sentido de la belleza es una completa ventaja, sin que haya en ello nada pernicioso. Cuando lo feo cesa de ser divertido o meramente insípido, es indudable que se convierte en un mal positivo, pero un mal de orden moral y práctico, no estético. En estética es cierto el dicho -con frecuencia tan falso en ética- de que el mal no es sino la ausencia del bien: porque inclusive el tedio y vulgaridad de una existencia sin belleza no es en sí tan feo como lamentable y degradante. La ausencia de bienes estéticos es un mal moral: el mal estético es simplemente relativo y significa que hay menos bien estético del que se esperaba en un lugar y ocasión determinados. De por sí, ninguna forma causa aflicción, bien que algunas formas produzcan dolor, al determinar una conmoción de sorpresa, aun cuando de hecho sean bellas: tal sería el caso, por ejemplo, cuando una madre descubriese un bello cachorrillo de «bulldog» en la cuna de su hijito, en el caso de que su impresión no fuera intrínsecamente estética.

Además, este placer no debe resultar como consecuencia de la utilidad del objeto o suceso, sino de su percepción inmediata; en otras palabras, la belleza es un bien último, algo que satisface a una función natural, a alguna necesidad o capacidad fundamental de nuestra mente. Por eso es la belleza un valor positivo intrínseco; es un placer. Estas dos circunstancias separan suficientemente la esfera de la estética de la de la ética. Los valores morales son por lo general negativos y siempre remotos. La moralidad se relaciona con la evitación del mal y la persecución del bien; la estética, sólo con el goce.

Por último, los placeres de los sentidos se distinguen de la percepción de la belleza como la sensación en general se distingue de la percepción: por la objetivación de los elementos y el aspecto que asumen de cualidades más bien de las cosas que de la conciencia. El tránsito de la sensación a la, percepción es gradual, es un paso cuyo curso puede a veces descubrirse: así acontece con la belleza y los placeres de la sensación. No existe una línea pronunciada entre ellos, sino que cuando digo «Esto me agrada» o «Esto es bonito», ello depende del grado de objetividad que mi sentir ha alcanzado en el momento de pronunciarme. Si tengo un espíritu reflexivo y crítico, probablemente usaré una frase; si soy impulsivo e impresionable, me valdré de la otra. Cuanto más remoto, entrelazado e inextricable sea el placer, más objetivo parecerá; y la unión de dos placeres suele constituir una belleza. En el soneto LIV de Shakespeare hay estas palabras:

¡Oh ! ¡Cuánto más bella parece la belleza por el dulce atractivo que le presta la espiritualidad! La rosa; se nos ofrece encantadora; pero más encantadora la hallamos por el suave perfume que reside en su seno.

Las flores del escaramujo poseen matices tan vivos como los perfumados pétalos de las rosas; penden de iguales tallos espinosos, y se balancean con idéntica voluptuosidad cuando el hálito del estío entreabre la envoltura de sus capullos.

Pero no tienen otra virtud que su apariencia, viven sin ser solicitadas, y, marchitas sin llamar la atención, mueren para sí propias. No así las rosas fragantes; de sus finos despojos se fabrican las más finas esencias.[2]

Vemos, pues, cómo la incorporación de un adorno torna el color intenso, que antes no era sino una apariencia y una mera sensación, en un elemento de belleza y realidad; y así como la verdad surge aquí de la asociación de percepciones, de igual modo es la belleza fruto de la cooperación de placeres. Si el color, la forma y el movimiento apenas pueden ser bellos sin la delicadeza del olor, ¡cuánto más necesarios serían ellos para que la delicadeza en sí se convirtiera en belleza! Si tuviéramos el perfume en un frasco, nadie pensaría en llamarlo bello; no nos proporcionaría una sensación harto despegada y controlable. No habría objeto en que pudiera fácilmente incorporarse. Pero que flote en el jardín, y añadirá otro encanto sensorial a los objetos simultáneamente percibidos y contribuirá a tornarlos bellos. Así, pues, la belleza está constituida por la objetivación del placer. Es placer objetivado, hecho patente.



[1] Schopenhauer, que insiste mucho en esto, era un buen crítico, pero su psicología adolecía considerablemente de las generalidades pesimistas de su sistema. Éste le movía a demostrar que la voluntad era un mal, y como a su juicio la belleza no sólo constituía un bien sino tal vez también una cosa santa, se apresuraba a convencerse de que emanaba de la eliminación de la voluntad. Mas hasta en su sistema esta eliminación no es sino relativa. Por supuesto, el deseo de cosas determinadas está ausente en la percepción de la belleza, pero sigue presente ese inicial amor del tipo y los principios generales de las cosas que es la primera ilusión de lo absoluto, y lo lleva al experimento fatal de la creación. Por eso, dejando aparte la mitología de Schopenhauer, aún en él tenemos el reconocimiento de que la belleza da satisfacción a alguna confusa y subyacente demanda de nuestra naturaleza, bien así como los objetos particulares prestan gozos más especiales y momentáneos a nuestra voluntad individualizada. Su psicología, sin embargo, era demasiado vaga y general para emprender un análisis de esos misteriosos sentimientos.

[2] Versión de Luis Astrana Marín: SHAKESPEARE, “Obras Completas”, M. Aguilar, Madrid (1993)